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Columna
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Pequeña magnitud

¿Cuándo inventarán el primer anciano que comprenda y no repruebe el mundo que abandona?

No sé qué es peor, que me devoren cinco o seis leones o que, nada más empezar a engullirme, me escupan porque les doy asco.

Si en vez del espermatozoide del que provengo, otro de los que participaron en aquella frenética carrera hubiese fecundado el óvulo de mi madre, una persona distinta, acaso con el mismo nombre, habría ocupado mi lugar. A veces, por la noche, cuando reina el silencio, me parece escuchar en torno a mí un coro apenas audible de malévolas risitas.

El Universo debe de ser indestructible puesto que no le causa siquiera un rasguño borrarse enteramente en cada uno de nosotros cuando morimos.

No tengo las ideas claras, pero tengo un sofá.

El otro día constaté por casualidad que me conozco personalmente. No podría afirmar lo mismo de mi esqueleto a pesar de que siempre vamos juntos a los mismos sitios.

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Aunque aquejados de escepticismo, no cesan de componer una obra tras otra. Quizá actúen así por precaución. De otro modo, ¿cómo podrían justificar su vida toda si el futuro les deparase de repente algún tipo de esperanza?

En cuanto a la composición química de mi alma, sinceramente no se me ocurre nada que objetar.

Sería realmente un problema representar la muerte si la naturaleza nos hubiese hecho invertebrados.

¡Qué difícil idealizar a una persona cuando mastica!

El sentido de nuestra vida, ¿es el mismo que el sentido de la vida de cada una de nuestras partes? ¿De nuestras amígdalas o nuestra rodilla izquierda, pongo por caso? Si fuera así, presumo que no estaríamos lejos de alcanzar sin resistencia respuestas definitivas.

Es concebible pensar que los santos que subieron al cielo antes del siglo XVI habían rebasado Júpiter por los días de Galileo Galilei.

Desde que ejerzo de novelista estoy incapacitado para la lectura de novelas. En cuanto abro una por la primera página, inevitablemente procedo a practicarle la autopsia.

¿Has pensado en los problemas prácticos que deberás resolver en el supuesto de que te sea concedida la resurrección de la carne? Por ejemplo, ¿cómo te las apañarás para hacer entrar en razón a tus herederos, no digamos ya a los herederos de tus herederos?

Deseé ceñir la corona de rey por un motivo. Me habría gustado presenciar mi propia abdicación.

De acuerdo, practicaré el ascetismo, pero sólo hasta la hora de comer.

Dedicarse sin descanso a mantener a raya las ambiciones, ¿acaso no es también una ambición?

Conozco pocos entretenimientos compatibles con la agonía. Quizá la fe.

Anoche soñé que un tomo de mis obras completas me caía sobre la cabeza desde la balda más alta y me mataba en el acto. La pesadilla no consistió tanto en el golpe como en la sospecha de haberlo merecido.

Sinceramente, cumplidos setenta y cinco, ochenta, ochenta y cinco años, ¿aceptaría usted que lo bajaran a la calle en su silla de ruedas; que lo colocasen en una parte de las barricadas donde estorbase lo menos posible, donde no estuviera demasiado expuesto a las corrientes de aire; y que, en suma, a punto de comenzar la refriega, le tuviesen que dar las últimas y fundamentales instrucciones a grito limpio porque está usted más sordo que una tapia? A partir de cierta edad convendría ir pensando poco a poco en la jubilación revolucionaria.

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ha publicado recientemente la novela Vidas que resisten (Tusquets. Barcelona, 2011. 184 páginas. 16 euros).

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