Nirvana
En Diario de mi mochila, uno de los cuadernos que escribió el célebre poeta japonés Bashô (1644-1694) -ahora disponible en castellano, junto a otros similares, gracias a la maravillosa edición que ha hecho el también poeta Jesús Aguado con el título De camino a Oku y otros diarios de viaje (DVD Ediciones)-, afirma lo siguiente: "Como suele decirse, uno de los mayores placeres cuando uno viaja es encontrarse un sabio agazapado entre los arbustos y las malas hierbas, o un tesoro en la basura, o un puñado de monedas de oro debajo de un montón de cerámica rota".
Recordé esta enjundiosa sentencia en mi particular viaje por la exposición que ahora se exhibe en el Museo del Prado, Roma. Naturaleza e Ideal. Paisajes 1600-1650, aunque, en mi caso, dándole la vuelta al proverbio, porque, entre las más refinadas y suntuosas joyas que se suceden en esta deslumbrante muestra, me topé con dos inolvidables cuadros, de modesta apariencia y ambos casi despojados de esa preciosa guinda de, al menos, una pequeña anécdota. Es verdad que a Bashô no le habría tampoco sorprendido esta inversión, como lo refleja en el haiku: "La capa tosca. / La luna bebe en ella / y es de oro entonces".
Uno de los cuadros es rectangular y sus diminutas dimensiones son 17×22 centímetros. Se titula La Aurora, está fechado hacia 1606 y su autor es el pintor alemán Adam Elsheimer (1578-1610). Pues bien, óleo sobre cobre, lo cual resalta con brillo los colores, este cuadrito no representa, en principio, otra cosa que el milagro del amanecer. No es extraño, por tanto, que las casi tres cuartas partes de la composición las ocupe el cielo, cuyas primeras dramáticas fulguraciones Elsheimer capta con un verismo estremecedor, pero, para resaltar más el fenómeno, coloca, en el primer término, a la izquierda, la diagonal de una oscura montaña en contraluz aún habitada por la negra noche. Entre esa espesura tenebrosa, es cierto que apenas vislumbramos la silueta de quizás un pastor, lo que ha animado a los especialistas a especular sobre si acaso contenga en sordina la historia mitológica de Acis y Galatea, pero ni esta identificación, ni la que también hacen sobre la pequeña villa entrevista en lontananza, en un segundo plano, conjeturando que pudiera ser la del patrocinador romano Mecenas, nos distraen de lo que realmente le importó al pintor: el prodigioso espectáculo de las primeras luces con que rompe el día. Es tan bella e impresionante esta nada luminosa, la de esos haces que remontan el horizonte para descubrir las hirvientes tonalidades del mundo, que, de repente, sentimos que no hay ninguna otra posible revelación.
En el tondo Casa en un camino rural (hacia 1619-1620), óleo sobre cobre de 24,5 centímetros de diámetro, el también alemán Goffredo Wals (¿1595-1638?), un artista que, según conocemos mejor, más y más nos admira, ya no representa, en apenas tres planos superpuestos, sino, en efecto, un tosco camino, flanqueado por unas casas y la magnífica copa redondeada de un álamo en sazón, cuyas respectivas siluetas recortadas a contraluz convierten el luminoso pasillo del crepúsculo que las atraviesa en algo escalofriante. Más: la hojarasca moteada de flores y las piedras del camino resplandecen con pequeñas irisaciones de toques blancos de pincel, adelantándose así Wals a los "efectos mariposeantes de la luz" que hicieron famosos después a Constable y a Corot.
De haberlos visto, a ese amante de la naturaleza que fue Bashô no le habría importado escribir como las cartelas de este par de geniales cuadritos el siguiente poema: "Tras una verja / Buddha alcanza el nirvana. / Nadie lo ve".
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