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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mucha tela para tan poca bolsa

Marcos Ordóñez

A veces en el mundo del teatro pasan cosas muy raras o al menos a mí me lo parecen. Lo de Pinter, por ejemplo. Pinter tiene un montón de obras formidables; algunas ni siquiera estrenadas en España, como No Man's Land (para mi gusto, su pieza maestra -y que sale baratita: cuatro personajes)- o la conmovedora Moonlight. De repente, dos teatros públicos (el Valle-Inclán y el Lliure) deciden, con pocos meses de diferencia, montar la que probablemente sea la peor función de su historial, Celebración, que el propio Pinter dirigió en 2000, en el Almeida de Londres, en programa doble con La habitación. La cosa tenía allí su sentido: se trataba de juntar la primera y la última, porque con Celebración se cortaba Pinter la coleta autoral para concentrarse en su lucha política. Los críticos británicos dijeron que Celebración era "un divertimento", que es lo que suele decirse cuando un autor consagrado se descuelga con una obrita menor, más o menos humorística, que no hay por dónde cogerla. Algunos hablaron también de late style, de que Pinter se lanzaba "por fin" al humor y la comedia ácida, como si no hubiera sido feroz y divertido nunca (y mucho más que en Celebración, por cierto). Hay que hilar muy fino con lo del late style, porque a veces es delgadísima la frontera entre la "reelaboración formal y temática" y el autoplagio descarado: a mí se me arruga la nariz cuando tengo la impresión, como es el caso, de que la última obra de un clásico parece escrita por un discípulo o un imitador. Bueno, ya está bien de meterse con Pinter: a la mejor puta se le escapa un pedo, como dirían los brutales parroquianos de la obra. Volvamos al principio, a la casi simultaneidad de Celebración en dos teatros públicos. Puede ser por conjunción astral, no digo que no, y puede que sus programadores se dijeran: "Es ligerita, una hora, unas risas, habla de cosas de ahora mismo, y además es un Pinter. Igual si montamos otra suya, "de las intensas", la gente no va". Se me pasó el montaje de Carlos Fernández de Castro en el Valle-Inclán. El que nos ha servido Lluís Pasqual para su retorno al Lliure, cuyas riendas comenzará a llevar la próxima temporada, lo emparenta formalmente con su puesta (también en el Lliure, cosa curiosa) de Móvil, de Sergi Belbel: hinchar escenográficamente la pequeñez según el viejo adagio de "ande o no ande, la burra grande". Celebración es una obra que puede hacerse con dos mesas y seis sillas. Lustrosas, porque pasa en un restaurante de lujo, pero sin más perifollos. En la escenografía que Pasqual le ha encargado a Paco Azorín, esas dos mesas y seis sillas están montadas en dos plataformas hidráulicas que, a guisa de ascensor, nos trasladan de una a otra planta del restaurante. En la plataforma superior hay un giratorio, para que veamos las caras de sus cuatro comensales. Al fondo hay una escalera de caracol y un enorme mural de Miró, porque Pasqual ha ambientado la historia (traducida al catalán por Martí Sales) en "la Barcelona de Millet". Tanto los comensales de la mesa uno -dos hermanos (Eduard Farelo, Jordi Bosch), "consultores estratégicos", y sus esposas (Míriam Iscla, Marta Marco), también hermanas- como la pareja de la mesa dos -un banquero (Roger Coma) y su mujer (Clara Segura)- pertenecen al mundo de las altísimas finanzas. En manos de Pasqual, sin embargo, la función parece un cruce entre La boda de los pequeños burgueses y aquel Glups! de Lauzier/Dagoll Dagom, adobado con unas cuantas canciones (mientras suben y bajan las plataformas) y un bailecito final. La reconcentrada sequedad de Pinter se lleva a un tono bufo (las borracheras, los enfrentamientos) y a unos perfiles de caricatura barata: debe de ser lo único barato del montaje. Dentro de esa línea excesiva, hay muy buenos trabajos: la rubia platinesca y zorrapia que Clara Segura compone sin resbalar hacia el cliché; la feroz revisión del mundo infantil (para mi gusto, el mejor fragmento del texto) a cargo de la no menos estupenda Míriam Iscla. También están muy bien, en roles escuálidos, el maître lamebotas (Pep Sais), la lunática dueña del restaurante (Àngels Moll, once more into the breach) y el camarero (Boris Ruiz) evocador de ficticias glorias pasadas, cuyos incisos parecen descartes de los monólogos de Spooner en No man's land. Los restantes intérpretes, todos ellos de probado talento, se limitan a seguir las pautas marcadas por el director. Poco más tengo que decir de esta función, y eso es muy enojoso, porque se supone que el teatro sirve para que te lleves algo a casa: una pregunta, una intuición, una emoción, un placer. Si Pinter nos dice algo más profundo que el lugar común de que en la clase dominante predominan la arrogancia, la brutalidad y la memez, yo no he conseguido adivinarlo. Lo que sí tengo claro es que para ese viaje no hacen falta ni nueve actores ni esas alforjas. Breve: yo no sé de qué sirve esta obra, ni por qué se ha montado con unos mimbres que supongo muy costosos, cuando por todos lados aducen "la que está cayendo" para denegar subvenciones y recortar presupuestos de cultura; cuando hay tantas buenas funciones que no ven la luz, y tantas compañías que no pueden acceder a los teatros públicos. Algo parecido pensé (y me lo dejé en el tintero) tras ver el Beaumarchais de Flotats: ¿hacía falta gastarse tanta pasta en reparto y pelucas para una pieza tan delgadita? Por lo menos había allí el perfil de un personaje sugestivo; aquí, ni eso. Como mucho, una singular unificación de fondo y forma: no deja de resultar tristemente irónico que Lluís Pasqual se gaste ese dinero en una obra que pretende ser una crítica de los nuevos ricos. Para no dejarles con mal sabor de boca, les recomiendo vivamente El arquitecto, de David Greig (también en el Lliure, pero en Montjüic). Buen texto, amargo, con gancho y pegada, en óptima traducción catalana de Cristina Genebat; con impecable dirección de Julio Manrique (de nuevo en el ring, tras el tropiezo de El jardín de los cerezos) y un reparto sin una nota falsa. En breve me explayo, porque vale la pena.

La reconcentrada sequedad de Pinter se lleva a un tono bufo y a unos perfiles de caricatura barata

Celebració de Harold Pinter. Traducción de Martí Sales. Dirección de Lluís Pasqual. Teatro Lliure. Barcelona. Hasta el 27 de febrero. www.teatrelliure.com.

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