Jesucristo en un McDonald's
En un cuadro de Alexander Kosolapov se ve el rostro de Jesucristo y, bajo el logo de una famosa cadena de comida rápida el lema "this is my body". ¿Es un comentario sobre los iconos de la cultura de masas? ¿Una reflexión sobre la mercantilización de las creencias? No sé qué pretendía el artista con ese cuadro, pero sí sé que esta fue una de las obras retiradas de una exposición en Moscú porque podían herir susceptibilidades religiosas. Y cuando dichas obras se mostraron en la exposición Arte prohibido, una asociación religiosa interpuso una denuncia contra los responsables.
Situaciones así se dan en numerosos países, y no me refiero sólo a aquellos con regímenes teocráticos o dictatoriales, sino también a las democracias en cuyas constituciones está anclada la libertad de expresión. En muchas legislaciones se sancionan la blasfemia o la ofensa a los dogmas e instituciones religiosas. También en un Estado laico como el francés, aunque no haya un párrafo explícito en su código penal, a menudo grupos de presión religiosos se aferran a aquel que sanciona la difamación y el escarnio de grupos de personas por razones de raza, tendencia sexual o religión, y se querellan para evitar la proyección de películas como La última tentación de Cristo o para imponer la retirada de carteles publicitarios que ofenden la sensibilidad de los creyentes, como el de la película Amen, en el que se fundían la cruz gamada y la cristiana.
¿Por qué no puedo criticar y caricaturizar dogmas, creencias e instituciones? ¿Por qué Javier Krahe debe ir a juicio por un vídeo en el que se prepara un Cristo al horno? ¿Por qué está prohibido rebasar las barreras del buen gusto cuando se trata de asuntos religiosos? La respuesta, en el caso de España, es clara: el artículo 525.1 del Código Penal sanciona a quienes ofendan los sentimientos religiosos mediante el "escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican". Mientras que el 525.2 castiga el escarnio a quienes no profesan creencia alguna, pero no se mencionan sus ideas. Que las personas estén protegidas de la difamación parece razonable, pero ¿qué lleva a proteger las creencias y no las opiniones o los valores no religiosos?
Últimamente hay grupos dispuestos a utilizar la vía judicial para amedrentar a quien ose atacar o ridiculizar creencias y dogmas. Mejor es desde luego que el uso de piedras y palos contra el impío, a los que aún se recurre a veces. Pero precisamente una sátira vigorosa contra todo tipo de instituciones y de valores intocables es un buen termómetro para la salud de una democracia. Vivir en democracia significa aceptar que otras personas encuentren mis valores o creencias ridículos y censurables. A mí me ofende que desde los púlpitos algún prelado haga valoraciones para mí misóginas o amenace con el fuego eterno a quien piensa como yo; pero, ni aunque fuese posible, se me ocurriría presentar una querella. ¿Por qué no voy a pintar a un Jesucristo en un McDonald's? ¿O va la Iglesia católica a destruir los frescos en los que se ve a Mahoma y a Lutero en el infierno? Los insultos a nuestras creencias nos parecen insoportables, a las ajenas una cuestión menor. Sería preferible reservar los tribunales para aquello que no es meramente un asunto de opinión... o de fe.
José Ovejero (Madrid, 1958) ha publicado recientemente la novela La comedia salvaje (Alfaguara. Madrid, 2009. 408 páginas. 19,50 euros).
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