Desgracias y desencuentros
No siempre la totalidad de los cuentos de un autor, reunidos en un solo volumen, permite destacar sus mejores cualidades. Sucede, más bien, que asoman excrecencias y repeticiones y a veces algo peor: que parezcan escritos a favor de la pausa entre dos novelas. El caso de Bernard Malamud (Nueva York, 1914-1986) se escapa de este peligro con una sorprendente autonomía. Sus cuentos no sólo no descienden a una valoración subsidiaria de su obra narrativa mayor (siete novelas en treinta años), sino que se pueden considerar, de pleno derecho, acaso por encima de sus novelas. La afamada timidez de Malamud, su desatención por la competencia y el relumbrón, junto a una cualidad de índole chejoviana que atiende la peripecia penosa de gente de extracción en general humilde, judíos muy apegados a la superstición y el comercio, amenazados por una calamidad económica o sentimental, hacen de sus cuentos piezas de una magistral ejecución. Leídos en su conjunto se muestran hoy más deslumbrantes que nunca. Y acaso se deba a esa particular eficiencia donde la técnica no es nunca visible y apenas se aprecia el mecanismo, igualmente templado y corrosivo, con que estos cuentos se desenvuelven desde el drama doméstico a un suave patetismo, que se resuelve más en compasión que en desasosiego. Y, no obstante, se trata de piezas impregnadas de la tristeza que se adhiere a la vida más comúnmente desgraciada. Malamud evita, más con delicadeza que con elegancia, extremar el agravio de sus personajes; su mirada se dirige a la experiencia que puede ser transmitida, en ningún caso a la oscuridad del sufrimiento. Dice de Manischewitz, protagonista del justamente célebre Angel Levine: "Puesto que su dolor era tan grande, resultaba incomprensible".
Cuentos reunidos
Bernard Malamud
Traducción de Damià Alou
El Aleph. Barcelona, 2011
800 páginas. 29,95 euros
Especialmente los cuentos más antiguos abordan las diversas formas en que la frustración se empeña en amurallar la prosperidad de pequeños comerciantes, matrimonios que regentan tiendas de escasa rentabilidad, y los efectos engañosos que la imaginación impone para escabullirse de una existencia ordinaria. En Cliente habitual se insinúa la desolación de un cliente al que una camarera le comunica que la chica que normalmente le atendía ha muerto; el hombre no reacciona a la noticia, pero abandona el local sin terminar la cena, incrementando así su soledad. En El coste de la vida se resume la epopeya del matrimonio formado por Sam y Sura, quienes deben cerrar su vieja tienda de ultramarinos debido a la apertura, en la misma calle, de otra tienda de una poderosa cadena de alimentación; el proceso de angustia creciente, el derrumbe de "veintisiete años de duro trabajo", la inutilidad de tanto esfuerzo, se cuentan como si estos pobres tenderos se fueran difuminando en una época que ya no es la suya. Este cuento tiene hoy una lectura tristemente actual, como el titulado La vida literaria de Laban Goldman, que refleja la confusión del diletante que, creyéndose llamado a altas esferas, desprecia la ignorancia de la que él mismo participa con el sueño de su supuesta potencia artística que le hace exclamar: "¡Menudo libro podría escribir!". En Una confesión de asesinato asistimos a la epopeya mental de una discrepancia entre padre e hijo que no encuentra otra solución que imaginar la mutua destrucción a través del trastorno mental.
Según se avanza, los cuentos se vuelven más complejos, sin por ello dejar de ser transparentes. Pero la condición de judío, no sólo por su aspecto étnico, religioso o cultural, sino en tanto que fatal característica de pertenencia conflictiva, se mantiene intacta, pues en Malamud la aseveración de que "todos somos judíos", es decir, que a todos nos atañe un exilio semejante, expresa una contrición que no alcanza a cumplir ninguna esperanza. Philip Roth, que consideraba a Malamud un maestro, lo llamó "apesadumbrado cronista de la necesidad enfrentada a la necesidad, de la necesidad combatida sin piedad y sólo de refilón vencida, si llega a serlo". Pero no le concede la gracia del humor. Sin embargo, hay mucho de marionetas articuladas por el azar en sus personajes: Leo Finkle, de El tonel mágico, en su búsqueda de novia para casarse; el viejo clasificador de huevos de Los dolientes; el George de El ascensor, con su confusión de la cortesía; y los protagonistas de sus cuentos ambientados en Italia, en especial el Carl Schneider del magnífico He aquí la llave, un cuento escrito con una factura modélica, digno de figurar entre los cuentos más logrados del mundo; en veinticinco páginas se retratan los distintos atolondramientos de un padre y sus ansiedades de estudioso, de un desdichado pluriempleado, de una contessa (en unas líneas), de un arribista colérico, todo ello en una Roma airosa que se muestra opresiva y hostil. Sin olvidar El hombre del cajón, emparentado con su novela El reparador (titulada antes El hombre de Kiev), donde las sucesivas vacilaciones del traductor Howard Harvitz en sus encuentros y desencuentros con el escritor secreto ruso, en un laberíntico Moscú bajo la guerra fría, parece declarar, con un humor de hielo, que la voluntad no es el factor decisivo de nuestras acciones morales.
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