Desastroso final de la guerra perdida
Cuando publicó El honor de la República, Ángel Viñas culminaba la proeza de reescribir la historia de la Guerra Civil española, especialmente en su alcance internacional, sobre una montaña de nueva documentación, procedente en gran medida de archivos rusos. La soledad, el escudo, el honor constituyen una trilogía sin parangón posible entre la multitud de libros sobre la guerra publicados en las últimas décadas. Pero, en permanente debate con los actores e historiadores del drama, Viñas ha unido ahora su trabajo al de Fernando Hernández para retornar a las últimas semanas de la guerra, con particular atención a la política de Negrín y del Partido Comunista. La trilogía se convierte, pues, en tetralogía: un esfuerzo descomunal de acopio de materiales que proyectan nueva luz sobre la República en guerra.
El desplome de la República
Ángel Viñas
y Fernando Hernández Sánchez
Crítica. Barcelona, 2009
681 páginas. 35 euros
Ocasión de este volumen es un documento que los autores presentan -en dos versiones, modernizada, la impresa, y literal, en CD- como una de las piezas más espectaculares de los largos años dedicados a exhumar papeles de archivo: el primer informe del PCE sobre las causas de la derrota, dirigido a Stalin en el verano de 1939. Pero si ésa es la ocasión, los propósitos son otros: triturar con gran despliegue de evidencias empíricas las versiones pro franquistas sobre el fin de la guerra, denunciar las que llaman azañistas y casadistas, mostrar comprensión por la del general Rojo y reivindicar la política de resistencia de Negrín y del PCE. Un lenguaje condenatorio, exculpatorio o laudatorio, como de militantes de una causa o jueces en una sentencia, va salpicando la minuciosa reconstrucción, propia del historiador, del desplome republicano, con los potentes focos de la nueva documentación proyectados día a día sobre los principales personajes del drama, con vueltas y revueltas que afectan, no siempre para bien, a la estructura de la trama.
Documentado de manera abrumadora que Negrín no fue un títere de los soviéticos y que los comunistas no controlaron el ejército, quedaba por ahondar en las razones de la resistencia cuando la mayoría de mandos militares, comenzando por Rojo, no vieron otra posibilidad que levantar bandera blanca de rendición. Si el PC y el ejército fueron las principales fuerzas sobre las que Negrín sostuvo su estrategia desde 1937, de la manifiesta opción de los mandos militares por una rápida entrega de las armas tras la caída de Cataluña pudo haber deducido el presidente del Gobierno la urgencia de terminar a la guerra. No la dedujo; o mejor, no vio la manera de poner fin a una guerra perdida: su error no consistió en jugar "en solitario, sin desvelar sus cartas a nadie"; su error, o su tragedia, fue que se quedó solo, sin ninguna carta que jugar y sin nadie con quien jugarla. Al cabo, también él abandonó antes del derrumbe, el 6 de marzo, mientras los comunistas, desorientados, sucumbían en Madrid ante las fuerzas de Casado, sostenido por republicanos, socialistas y anarquistas.
El desplome se produjo así en las peores condiciones posibles, tras una guerra civil dentro de la guerra civil, como definió Morla Lynch aquellos días de marzo. Y éste, el desastroso final de una guerra dos meses antes perdida, fue durante años el motivo de las polémicas en el exilio: ¿era posible, tras la pérdida de Barcelona, "sin haber sido defendida" -inciso suprimido en la versión modernizada del informe del PCE-, mantener una política de resistencia, aunque sólo fuera con el propósito de escalonar la retirada con vistas a una rendición negociada? ¿Cómo sostener un repliegue y abrir una negociación si Rojo, jefe del Estado Mayor, se niega a obedecer la orden de regresar a España; si Francia y el Reino Unido reconocen al Gobierno de Burgos, si horas después Azaña dimite de la presidencia de la República, si la flota se rebela, si Casado actúa por su cuenta, si Besteiro se suma a la facción, si Miaja preside el Consejo de Defensa?
Son cuestiones imposibles de zanjar de una vez por todas: tan plausible es afirmar que todo eso ocurrió porque Negrín se empecinó en su retórica de resistencia como atribuir a una conspiración de "embusteros" y "traidores" que Negrín no pudiera jugar unas cartas que se habría guardado para sí. En cualquier caso, además de "rescatar" a Negrín y hacer justicia al PCE, no habría sido superfluo un acercamiento menos agresivo y más sensible a la tragedia de quienes, tras dos años y medio de servicio a la República, destrozados los espejismos de varias batallas decisivas que iban a cambiar el curso de la guerra, decidieron que había sonado la hora de ponerle fin. Dictaminar quien "queda bien", quien no queda tan bien o quien queda francamente mal, parece más propio de las disputas del exilio que del trabajo de unos historiadores que, al exhumar textos fundamentales y documentar los hechos, han realizado una contribución sustancial a la historia de los últimos días de la República española.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.