Autoridades de otro planeta
En lo que, sin lugar a dudas, ha mejorado sustancialmente el Premio Planeta es en la habilidad de sus organizadores para desviar la atención del ganador convenido (Dios mío, ¿qué es lo que estoy insinuando?). Se lanza astutamente el globo sonda y el resto del trabajo lo hacen periodistas culturales con sobradas razones para sospechar que el célebre premio está dado de antemano. De modo que, de forma bien calculada, alguien susurra "Lindo", y el eco -Lindooo, Lindooooooo- llega hasta el último confín de la letra impresa y/o virtual. Dejando aparte esas mejoras tácticas que permiten a los promotores seguir manoseando su coartada (ven, decían Lindo y sale Caso: qué mejor prueba de la honradez del premio y blablablá), el Planeta sigue como siempre. Supongo que a estas alturas de la película no hace falta la inteligencia de un Ardipithecus para comprender que con los 601.000 euros en juego y con un departamento de mercadotecnia perfectamente engrasado para la campaña navideña, en la sede corporativa de la avenida Diagonal nadie se arriesga a que un jurado levantisco (Marsé, bendito seas) premie la obra maestra de un perfecto desconocido, aunque se trate, pongo por caso, de un nuevo Por el camino de Swann. Y, mucho menos (sería la ruina), que lo declarara desierto. De manera que, de cara al exterior, todo parece decidirse entre la decena de manuscritos que le llega (tras controladas cribas) al noble jurado impar, cuyos miembros, por cierto, suelen estar vinculados a la casa de un modo u otro, aunque todos sean respetables y a mí que me registren. Lo más perverso es el sistema de complicidades que nos pringa a todos -al jurado (sí, respetable), a los premiados (sí, respetables y afortunados), a los medios (qué les voy a contar)- y que se reproduce año tras año en forma de monumental insulto a la inteligencia colectiva (y pobre de quien no lo acepte: aguafiestas, resentidos, moralistas, antiguos sin sentido del humor). Que el peculiar y frondosísimo sistema de premios literarios españoles sea particularmente proclive a las corrupciones, corruptelas, oportunismos, palmadita en la espalda y hoy-por-ti-mañana-por-mí, no impide que cada año resulte más ofensiva la orgía planetaria y, sobre todo, su aberrante diseminación mediática (el monstruo del lago Ness de las páginas culturales octobrinas). Y lo que más grotesco resulta es ver ahí, sancionando con su presencia el vulgar y previsible circo anual de una empresa privada, al president de la Generalitat, y a un cuerpo de casa oficial compuesto (este año), entre otros, por la ministra de Cultura, el ministro de Educación, y los presidentes del Congreso y del Senado. ¿Es que no se sonrojan cuando se ven al día siguiente en la foto? ¿Por qué aceptan esa invitación? ¿Sólo por cumplir con una tradición que se remonta a los años de plomo culturales del franquismo? ¿Es que ese premio -cuya honradez se halla siempre en entredicho- es más digno que otros? Y, si creen que es así, ¿por qué lo creen? ¿Por su astronómica cuantía económica? ¿Por la foto y la cobertura televisiva? ¿Porque el señor Lara preside un imperio mediático (bastante escorado a la derecha, por cierto) y hay que estar a bien con él? En serio: esos representantes democráticos de un país libre y moderno ¿no tenían nada mejor que hacer esa noche? ¿No podían haberse dejado ver en el cine, en el teatro, en un concierto, leyendo una novela (incluidas las que ganaron el Planeta), mejorando su acento catalán o, ya puestos, acudiendo a Francfort para animar a todos los editores, que bien lo necesitan? ¿No caen en la cuenta de que ellos -y los jefes de gabinete que les fuerzan a cumplir agendas tan rígidas como equivocadas- deberían pensárselo dos veces antes acudir, perdiendo sus excelentísimos culos, a respaldar esa farsa anual que es a la cultura (me refiero al montaje, no a las novelas ganadoras) lo que los zarajos a la alta gastronomía? Porque se supone que ellos sí representan algo: una cierta idea de la cultura, de la educación, de la civilidad democrática, del juego limpio, de la igualdad de oportunidades. Para eso al menos los elegimos. O elegimos a quienes los eligieron.
Trasvases
La otra tarde entré en una céntrica librería generalista y pude comprobar con mis propios ojos que un cliente compraba un libro. Lo apunto porque no ignoro que por ahí se está difundiendo la especie de que en octubre los libreros no han vendido ni un rosco. Falso de toda falsedad. Lo que si es verdad es que la crisis está propiciando cierto transfuguismo editorial, sobre todo en lo que a literatura extranjera se refiere. Munro -mi cuentista favorita- se despide de RBA y se va a Lumen (Random House); Jonathan Franzen deja Seix Barral (Planeta) y se larga a Salamandra, y Ellroy dice adiós a Ediciones B (Grupo Z) y hola a Mondadori (Random House). Lo que no quiere decir que las editoriales de salida no continúen publicando los libros de los que tengan derechos vigentes. Es como lo de Philip Roth: Seix Barral sigue publicando obra anterior, pero Mondadori se ha hecho cargo de lo nuevo y de los libros cuyos anteriores derechos vayan caducando. La razón de toda esta movida es la convicción de ciertos agentes de que los libros de algunos autores literarios deberían venderse en España bastante mejor. Uno de los más implacables a la hora de forzar el cambio de casa es el chacal Wylie. Por cierto, en su deslumbrante catálogo ya figura con página propia Antonio Muñoz Molina (Seix Barral).
Portada
Nunca hay que juzgar un libro por su cubierta (aunque no es infrecuente que lo adquiramos impulsados por ella), pero me he enamorado de la que los editores de Capitán Swing han colocado al ya clásico de Charles Kindleberger La crisis económica, 1929-1939. Se trata de aquel célebre fotograma de El hombre mosca (Safety Last, 1923, de Fred Newmeyer y Sam Taylor) en el que Harold Lloyd aparece suspendido del minutero de un enorme reloj en la fachada de un edificio, mientras allá abajo transcurre el bullicioso tráfico de una avenida de Los Ángeles. La imagen, una de las más icónicas de la historia del cine, está preñada de preguntas -¿cómo ha llegado ahí?, ¿se salvará?- y en ella el humor implícito alivia lo ominoso de la catástrofe inminente. Ahora sabemos que Lloyd salió de aquélla -como también los pueblos salieron de la catástrofe de 1929-. Pero no sabemos por cuánto tiempo y si volverá (volveremos) a meterse (meternos) en otra semejante. El reloj, por cierto, marca las tres menos veinte de la tarde. No creo que le interese a nadie, pero ésa es la hora en la que, según recuerda mi madre, yo vine al mundo. Así me va.
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