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Crítica:LECTURAS COMPARTIDAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Asquerosamente dulce

Metrópolis, de Ferenc Karinthy, es una parábola del mundo, un libro atormentado y delirante, tramado por la temida maldición de una lengua intraducible, en el que el escritor húngaro ofrece una imagen poderosa de la desolada y alienada vida moderna

Ferenc Karinthy (1921-1992) era húngaro. Mi antiguo editor en Seix Barral, el mítico Mario Lacruz, solía decir que los escritores húngaros eran terribles en el trato personal: atormentados, picajosos, exigentes y un poco delirantes. Creo que el gran Mario se refería, con fino humor británico, a Stephen Vizinczey, maravilloso ensayista y mediano novelista, que era autor suyo y de quien contaba anécdotas tronchantes. Pero me es fácil creer que Karinthy respondiera a ese retrato robot. Debo confesar que ni siquiera conocía la existencia de este autor hasta ahora, que es cuando he leído su novela Metrópolis. Y, en efecto, es un libro atormentado y delirante. A posteriori me entero de que ha sido comparado con El proceso de Kafka y de que Karinthy fue un escritor reconocido y premiado. Así de fugaz es el prestigio en este mundo, o así de vasta mi ignorancia. O tal vez ambas cosas.

La historia resulta chistosa y movería a la risa si el trasfondo no fuera tan acongojante

En cualquier caso, entiendo bien el éxito de esta novela y la impresión que produjo en 1970, cuando se publicó. Es uno de esos libros singulares, una mirada única, una ambiciosa parábola del mundo. Entramos en la acción de golpe y porrazo; Budai, un profesor que viaja a Helsinki para participar en un congreso de lingüística, se descubre de repente en un país extraño e incomprensible. Durmió durante todo el vuelo; como no lleva reloj, ni siquiera sabe cuánto tiempo duró el viaje; han aterrizado de noche, aún está aturdido, un autobús transportó a los pasajeros al hotel y es sólo entonces cuando Budai se da cuenta de que no está en Helsinki, de que no entiende el idioma que habla el recepcionista y tampoco consigue hacerse entender por nadie, de que ignora en dónde diablos se encuentra y cómo ha acabado allí: ¿se equivocó de avión, han desviado el vuelo? Todo esto se explica con formidable economía en las treinta primeras líneas de la novela, y a partir de ahí comienza un vertiginoso desvarío.

Al principio, lo único que quiere Budai es salir de allí. Llegar a Helsinki a tiempo para su conferencia. Pero el recepcionista se ha quedado con su pasaporte y no hay manera de recuperarlo. Lo más terrible es la imposibilidad de entenderse; nadie habla nada ni remotamente aproximado a una lengua conocida, y eso que Budai es un políglota que domina una docena de idiomas y posee nociones de una docena más. Pero en este extraño lugar impera un parloteo furioso, impreciso, equívoco, y una enmarañada escritura cuneiforme imposible de descifrar. La rareza expresiva no es lo único chocante; la ciudad es enorme, y aunque Budai va en metro hasta el final de la línea, la metrópolis parece no acabar jamás. Además está atiborrada de gente: masas de individuos la recorren incesantemente tanto de día como de noche, y para todo es necesario hacer espantosas colas. Es una urbe gris, deprimente, helada, con casitas medio ruinosas intercaladas entre edificios sombríos y rascacielos en construcción que van creciendo un piso cada día. Y los ciudadanos son una horda nerviosa y antipática de todos los colores raciales. Imposible deducir el lugar por su aspecto.

El mundo paralelo de Metrópolis posee esa cualidad resbaladiza de las cosas que, pareciéndose mucho a la realidad, poseen sin embargo un matiz discordante. Por ejemplo: por la calle venden salchichitas de aspecto reconocible y apetitoso, pero luego, al comerlas, no están buenas, porque en la ciudad todo sabe asquerosamente dulce. Incluso las bebidas alcohólicas son melosas. Y en esa diferencia azucarada, nimia pero chocante, se agazapa la inquietud, incluso el miedo: es como uno de esos detalles chirriantes que, al aparecer en medio de un sueño feliz, lo transmutan repentinamente en pesadilla. Atrapado en el laberinto, y como buen lingüista, Budai intenta descifrar el idioma como única llave a su alcance para poder entenderse con los demás y superar la aplastante indiferencia de la muchedumbre. Pero es una cháchara infernal: "Chetenché glubglubb chetyeketyovovó...". Es la temida maldición de una lengua intraducible. La desesperación del profesor me hizo recordar una historia cruel que leí hace tiempo: un día la Policía de Nueva York encontró a un pobre tipo que lanzaba incomprensibles aullidos y que parecía sufrir una profunda y agresiva demencia. Sin dinero y solo, fue internado en un psiquiátrico, y allí permaneció durante quince años hasta que una asistente social descubrió por casualidad que era un emigrante kurdo, analfabeto y sordo, que había entrado ilegalmente en Estados Unidos y no sabía inglés. Sus supuestos aullidos eran frenéticas palabras en su idioma, y su agresividad, la angustia por no ser entendido.

Seguro que ese emigrante kurdo se sintió exactamente así, como Budai. Seguro que para él el aterrador mundo de Metrópolis no era más que una descripción exacta de la realidad. La confusión, la absoluta soledad en medio de un mar de multitudes, el feroz desinterés de los demás. Budai sólo intima con una mujer, una ascensorista con quien mantiene un conato de relación sentimental, pero tan pobre y tan mediatizada por la incomprensión esencial que ni siquiera consigue entender cómo se llama la chica: ¿Bebé, Diediedié, Teté, Edebé? La historia resulta chistosa y movería a la risa si el trasfondo no fuera tan acongojante. Paso a paso, día a día, semana a semana, Budai se va hundiendo en ese mundo inhóspito que es una especie de trituradora humana, y nosotros, los lectores, nos hundimos con él, nos angustiamos con él, porque el autor consigue la proeza de prolongar esta situación imposible durante casi 400 páginas sin perder la tensión narrativa. Y al final, cuando cerramos el libro, sabemos que poseemos algo nuevo. Que Karinthy nos ha regalado una imagen poderosa y perdurable, un emblema de la desolada, alienada vida moderna. Y que ya no podremos pensar en una ciudad hormiguero sin recordar Metrópolis.

Metrópolis. Ferenc Karinthy. Traducción de Anne Mayo Herczig. Funambulista. Madrid, 2010, 378 páginas, 16,50 euros.

La ciudad "está atiborrada de gente: masas de individuos la recorren incesantemente".
La ciudad "está atiborrada de gente: masas de individuos la recorren incesantemente".GETTY IMAGES / PETER MACDIARMID

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