Un periodista indeseable
Los periodistas, los buenos periodistas, no sólo son el principal problema de los periódicos. Suelen ser también un grave problema social. Si me permiten, contaré la historia de William Howard Russell (1820-1907), traidor e indeseable. Russell fue uno de los mejores periodistas del siglo XIX.
Como muchos periodistas, el irlandés William Russell comenzó su carrera con una estrepitosa metedura de pata. En 1844, con 24 años, el diario The Times decidió utilizar los contactos de Russell en Dublín y le envió a cubrir el juicio del nacionalista irlandés Daniel O'Connell, acusado de sedición. No había telégrafo: tras emitirse el veredicto de culpabilidad, los corresponsales ingleses se lanzaron a la carrera hacia Londres para ser los primeros en dar la noticia. Russell llegó antes que los demás y entró exhausto en el edificio de The Times, con las fuerzas justas para decirle una sola palabra, 'culpable', a un linotipista. Por desgracia, el tipo no era un linotipista, sino un reportero del Morning Herald, el diario de la competencia. El Herald se anticipó en los titulares y Russell se convirtió en el hazmerreír de la profesión.
En 1854, William Howard Russell asistió en Balaclava a la célebre carga de la Caballería Ligera
En los años siguientes purgó su error: era el encargado de quedarse en el Parlamento hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, cuando concluían los debates, y llevar los textos de los cronistas parlamentarios (incluido el suyo) hasta el periódico, a unos tres kilómetros de Westminster. La cosa se hacía a pie. Su buena escritura le permitió dejar el servicio de mensajería y cubrir informaciones relevantes, como los funerales de Wellington, en 1852. En 1854, el director de The Times le asignó una nueva misión en el extranjero. Se trataba de informar sobre la gloriosa campaña imperial en Crimea. El director, John Delane, le pidió que reflejara la heroicidad de las tropas británicas y le exigió rapidez, porque la guerra contra los rusos iba a durar menos de dos meses.
Nunca antes un periodista civil se había encargado de informar sobre una guerra. El público británico percibió rápidamente la diferencia respecto a los tradicionales partes, escritos por militares. En octubre de 1854, Russell asistió en Balaclava a la célebre carga de la Caballería Ligera. Su relato empezaba así: "A las 11,00, nuestra Brigada de Caballería Ligera se precipitó hacia el frente". Y terminaba así: "A las 11.35 no quedaba un solo soldado británico, excepto los muertos y los moribundos, ante los sangrientos cañones moscovitas". Era la primera vez que un periódico inglés contaba con claridad una derrota inglesa.
El periodista siguió con sus crónicas: "Éstas son verdades difíciles, pero el pueblo inglés debe escucharlas. Debe saber que el mendigo que se tambalea bajo la lluvia en las calles de Londres lleva la vida de un príncipe, en comparación con la que llevan los soldados que luchan por su país". Russell denunció las penurias sanitarias, la falta de material, la incompetencia de algunos oficiales. El Parlamento votó una moción que condenaba las mentiras de Russell y de The Times, el Alto Estado Mayor prohibió a los soldados en Crimea que hablaran con Russell o que le facilitaran alimento, y los propietarios de The Times plantearon al director la necesidad de que el periodista fuera repatriado inmediatamente.
Pero el Gobierno cayó y una comisión parlamentaria estableció que lo que contaba Russell era cierto. La Cámara de los Comunes aprobó una larga serie de reformas para evitar que se repitiera un desastre como el de Crimea. Una de esas reformas, evidentemente, establecía la censura militar sobre los corresponsales de guerra.
Howard Russell repitió su hazaña en Estados Unidos, donde fue enviado especial a la guerra civil. El Imperio Británico y The Times estaban con los Confederados; Russell, sin embargo, tomó partido por Lincoln y La Unión. Lo cual no le impidió describir en los términos más crudos la derrota unionista en Bull Run ("Una retirada cobarde, un miserable pánico sin motivo") y convertirse automáticamente en un proscrito. La gente le agredía por la calle en Nueva York, fue detenido en Chicago y acabó refugiándose en la Embajada británica. La prensa unionista le acusó de espionaje. Los generales nordistas le amenazaron con un tiro en la espalda si volvía a un campo de batalla. Howard Russell tuvo que volver a Londres.
El final de su vida fue mucho más cómodo que su carrera. Entró en el Parlamento, se casó con una condesa y se dedicó a viajar. De haber vivido en el siglo XX, tal vez el final de un periodista incómodo como Russell habría sido más parecido al de Juan González Yuste, corresponsal de este periódico en Washington, trotamundos, cínico y extraordinario narrador. Juan González Yuste murió solo, en una habitación de hotel, hace ahora 10 años.
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