Los hombres de Hillary
En estos días, Hillary se ha tragado un sapo. El sapo de un mal recuerdo. En estos días, esta mujer a la que acusan de algo tan impreciso como es estar hecha de una sola pieza, recuesta la cabeza en el avión privado que la ha de llevar de un Estado a otro para enfrentarse a ese grano en el culo que es Barack Obama, y piensa que ese país, al que ama tanto, no le corresponde como ella merece. ¿Por qué todo me ha de costar tanto trabajo? Entonces saca los pies tremendos de pionera de los zapatos y, poniéndolos sobre el asiento de enfrente, dice: a tomar por culo los tacones, y se masajea esa dureza del dedo pequeño que tienen desde una aspirante a la presidencia de Estados Unidos hasta esa Yoli que muy de mañana espera el autobús en cualquier barrio periférico de España. La candidata deja escapar un aich de dolor y de consuelo por esa caricia que se da una a una misma cuando vuelve a casa, derrotada. Aich, dice la mujer grande enfundada en ese traje de chaqueta con que se ha uniformado a las mujeres que quieren dedicarse a la política. Un traje neutro que las hace parecer cuadradas. Un traje Merkel. Luego cierra los ojos para que ninguno de sus asesores se vea en la obligación de hablar con ella y se entrega al gozo de enumerar sus desdichas. Una frase enigmática y desconocida cruza su mente, "dwarfs are growing taller", o sea, "me crecen los enanos". Se echa a reír porque esa frase no tiene sentido a no ser que ella sea la directora de un circo. Sin embargo, piensa, esa frase que acaba de inventar está cargada de simbolismo: "Dwarfs are growing taller". El sapo que le seca la boca estos días se llama Eliot Spitzer, conocido en Washington como Mister Clean, conocido en casa de los Clinton como Don Relimpio. Toda esta historia del gobernador putero hace que las miradas de la prensa se dirijan a ella: "Qué, señora Clinton, ¿qué recuerdos le trae este asunto?". Ah, porque una no puede decir lo que piensa, pero al menos el simple de Bill no se gastaba 4.000 dólares porque una señorita le hiciera un trabajo. Lo de Bill era más caserito. Lástima que la casa fuera la Casa Blanca. Los hombres son imbéciles, empezando por Bill, reconoce Hillary: a uno le hacen una paja en el Despacho Oval, y al otro..., anda que el otro, el otro elige el hotel Mayfair. Joder, hay que ser tonto del culo para elegir un hotel que siempre está hasta arriba de funcionarios, pedir el servicio por teléfono y hacer cosas raras con la cuenta del banco. Todo esto después de luchar contra la prostitución durante años. Bueno, piensa Hillary, es que te meas. ¿Qué es lo que tiene que hacer una mujer en una hora para que le paguen 4.000 dólares? Hillary piensa entonces en una práctica concreta que está prohibida en varios Estados. ¡Hasta eso se puede hacer gratis si encuentras a una mujer que esté dispuesta y la conquistas! Claro que no me vale conquistarse a la becaria. Hay que ser hortera. Hay que ser Bill. ¿Le he perdonado?, se pregunta a veces. Ha tenido que decir tantas veces que sí públicamente que ya no sabe lo que piensa, aunque la verdad es que a estas alturas la célebre fellatio le chupa un pie. Es la gente la que se empeña en recordarlo. Esas feministas que ayer expresaban su indignación por las mujeres que salen al lado del marido haciendo ver que están dispuestas a ayudarle en su vuelta al camino correcto. Las tías la incluían a ella en la lista de esposas abnegadas. Perdonen, queridas, no es lo mismo, piensa como si hablara en un mitin. Bill es un hortera, y Spitzer, un delincuente; yo nunca hubiera apoyado a Bill si la tal Lewinsky fuera una prostituta profesional, ¡era sólo una amateur! Este oficio consiste, sobre todo, en morderse la lengua, pontifica Hillary para sus adentros. Ahora, ¡ja!, va la insensata de Geraldine Ferraro, que por edad tendría que simbolizar la sensatez del Partido Demócrata, y suelta que Obama ha llegado donde ha llegado por ser negro. Y claro, se reafirma Hillary, la he tenido que dimitir, o como se llame a eso que consiste en recomendarle a alguien que se largue. Pero la Ferraro ha dicho una verdad como un templo, aunque de mala manera, que es lo peor que se puede hacer en política. La verdad es que, sobre una mujer, los periódicos conservadores pueden esgrimir cualquier atrocidad, pero no se atreverán a insultar a un negro, porque en este gran país, se ríe con amargura, hemos decidido no ser racistas de palabra. Es un paso. Sin embargo, con ella se acaban los miramientos. ¿Está permitido ser grosero con una mujer? Sí, claro, se contesta en su inagotable monólogo interior, y más cuando la mujer es la mujer de Clinton el Chisgarabís. Cómo les gusta a los tertulianos imaginarse a Bill de consorte, revoloteando por la cocina, dictando el menú (hamburguesa de primero y pizza de segundo) y dejando la mano tonta sobre el culo de una pinche recién llegada. Me linchan, se lamenta Hillary una vez más, me linchan y luego se quejan de que no lloro. Se limpia una lágrima que le cae por la mejilla. Que no soy sensible, dicen. El avión tomará tierra. Ella se calza sus zapatos de talla 40, deja escapar un aich casi imperceptible y baja las escalerillas, brava, dispuesta a comerse Filadelfia. -
Toda esta historia del gobernador putero hace que las miradas vayan a ella: "¿Qué recuerdos le trae este asunto?"
Al menos, el simple de Bill no se gastaba 4.000 dólares para que una señorita le hiciera el trabajo
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