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OPINIÓN
Columna
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Una crisis de edad

Ayer se conmemoró el trigésimo aniversario del referéndum de ratificación de la Constitución. De aceptarse como cita autorizada para este tipo de celebraciones la cursi metáfora provinciana acuñada en 1996 -"la puesta de largo de una señorita de 18 años"- por un fantoche a cargo de la portavocía gubernamental del presidente Aznar, ahora cabría festejar el cumpleaños de una virginal solterona (el articulado permanece inmodificado, salvo el mínimo retoque impuesto por el Tratado de Maastricht al precepto 13.2) que sufre los achaques propios de la edad.

La necesidad de reformar periódicamente las constituciones suele ser defendida con el argumento de que los descendientes de los padres fundadores echan en falta sus propias ideas en unos textos cuya génesis no contó con su participación. Los constituyentes franceses de 1793 -"una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras"- y el americano Thomas Jefferson estaban de acuerdo en que la voluntad de los muertos no debería gobernar a los vivos. El paso del tiempo descubre los fallos de cualquier sistema político: si no son reparados a tiempo, el edificio constitucional resultará invivible y sus habitantes acabarán por derribarlo y construir otro nuevo. En los conflictos entre el mandato del poder y el imperio de la ley, el principio democrático que legitima a la mayoría para hacer prevalecer su voluntad termina a la larga imponiéndose sobre el principio constitucional que ampara los derechos de las minorías.

El trigésimo aniversario de la Constitución recuerda las trabas existentes para acometer su reforma

Pero el desconfiado sistema ideado por el poder constituyente de 1978 para frenar los caprichos y los abusos de los poderes constituidos del futuro hace muy difícil -por no decir imposible- la tarea de reformar la construcción original, incluso si se compromete a conservar la fachada, los muros de carga y los cimientos. El procedimiento reforzado previsto por el artículo 168 para el núcleo duro de la Constitución es de tal rigidez (mayorías cualificadas de los dos tercios, repetidas en dos legislaturas seguidas y separadas por una convocatoria electoral, referéndum popular), que la simple lectura de la fórmula resulta disuasoria. La vía del artículo 167 -reservada para los demás títulos del texto- también exige un amplio consenso parlamentario y puede necesitar referéndum. Pero como recuerda el profesor Francisco Rubio Llorente (La reforma de la Constitución, en Claves de razón práctica, n.º 188), "sólo una Constitución reformable es democráticamente legítima".

El reparto de las competencias dentro de la organización territorial del poder y el funcionamiento del Senado exigen reformas urgentes para que el Estado de las Autonomías no se colapse. La discriminación de la mujer en la sucesión a la Corona es una antigualla ridícula contraria al principio de igualdad. El Consejo del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional están al borde del naufragio. El aplazamiento indefinido de éstas y de otras reformas significaría el suicidio del sistema.

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