Humaredas perdidas, espías despistados
Hubo un tiempo en que los espías eran profesionales serios que se movían entre humos y nieblas. Usaban sombrero, gabardina y gafas de sol. Se movían por garitos, barras y parrillas con rubias teñidas. Eran los años del frío y los cigarrillos. De guerras y posguerras, de canciones francesas y ásperos poemas. Los conocimos por el cine negro, por la novela negra y por algunas fotos en blanco y negro. Los mejores eran personajes de ficción que escribían unos ingleses fumadores y bebedores. Cambiaron los tiempos y se pasaron al blazer, la pierna larga, la mansión con piscina, los coches deportivos, los dry martinis y el mundo en tecnicolor. Dejaron de fumar. Y dejaron de interesarnos.
Nuestros espías son de calderilla, capaces de beber agua y cerveza sin alcohol. Nada que ver con aquellos de antaño
Este regreso del espía a la española, con esa variante a la madrileña -como los callos-, nos ha pillado con menos humos, con menos ceguera en nuestros ojos. Y así, mirados de uno en uno, son como polvo, no son nada. ¿O será que tenemos los espías, los tránsfugas, los políticos que nos merecemos? De aquel asalto al poder, estos líos.
Han venido de la nada y están dispuestos a llegar al fondo de la miseria. Nuestros espías -o de quien sean- están más cerca de los esperpénticos ladrones de Atraco a las tres que de cualquier personaje surgido del frío. Espías de calderilla, capaces de beber agua, azucarillos y cervezas sin alcohol. Perseguidores cara al sol, sin un poco de niebla que llevarse al informe. Funcionarios vigilantes que van a misa con sus vigilados, que no se aclaran, que no saben, no contestan, ni quiénes son los suyos, ni que ese cura no sea su padre. ¿Qué quieren los espías españoles de ahora? ¿Qué tabaco fuman?
Nada que ver con aquellos espías de antaño. Con aquel elegante, inquietante, silencioso, seductor, cosmopolita y matador que se llamó Ramón Mercader. Ni con su madre, la llamaban Caridad, aunque otros nombres la ocultaran. Ni con la pandilla de alegres espías españoles y estalinistas de antaño. Edad de oro del espionaje en tiempos de guerra. Espías de todas clases, de todas las ideologías o de todas las patrias. Y de ninguna patria. De la patria del que paga. La patria del que seduce, fanatiza, somete, amenaza y manipula. Tiempos en que la traición era un arma común del espionaje. Espías discretos o indiscretos. Como Carlos Sentís, el último testigo. Cuentan que una vez estaba en alguna labor para el franquismo y le reclamaron en un hotel del sur francés: "L'espion espagnol: au téléphone". Era un oficio digno. No vergonzante. Elegidos para una gloria oscura. Honrados traidores que mantenían el estilo hasta en sus vicios. Les recomiendo vivamente la lectura del último número de la revista Litoral, dedicada al placer del humo, del buen fumar. Un tiempo en que espías y espiados podían presumir de sus vicios. Como decía Machado: "La ausencia de vicios añade bien poco a la virtud".
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