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Columna
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Revolución en la plaza

Lo sucedido en estas últimas semanas, primero en Túnez y luego en Egipto -y la ola se está extendiendo a otras zonas- está concentrando no sólo la atención sino también la emoción de buena parte del mundo. Y es que presenciar en directo cómo dictaduras, arraigadas en esos países desde hace décadas, se desmoronan en unos días por la pura presión de la gente en la calle; o por un empuje desarmado, tejido en el contagio de las redes sociales, en torno a una aspiración de libertad y justicia social; constituye un acontecimiento que trasciende lo político, diría incluso que lo histórico, que evoca algo más. Algo que se sitúa en el territorio de lo que Borumil Hrabal llamaba la "eternidad de lo humano". Porque ¿hay algo más humano que juntarse para querer vivir mejor?

Estamos en el nacimiento de estas nuevas revoluciones -en más de un sentido auténticas revoluciones tecnológicas-, esperemos que puedan alcanzar la madurez; que lo que ha surgido en la espontaneidad social, en el mestizaje y la suma, no acabe ahora devorado por una premeditación política de divisiones y restas; que lo que ha guiado la libertad no lo dirijan ahora sus oponentes. No será fácil la consolidación democrática, pero tampoco parece imposible. Al contrario, hay argumentos para alentar el optimismo. Y quizá el más rotundo sea para mí el que representa el "ejército" de voluntarios que, al día siguiente de la caída de Mubarak, se formó en El Cairo para limpiar la plaza Tahrir y sus alrededores. Miles de personas, de todas las edades, hombres y mujeres, que, sin conocerse, de manera espontánea, se ponen juntas a barrer, fregar, recoger mantas, retirar escombros y basura, pintar o recolocar adoquines, es decir, que se ponen a la común tarea de dejar como nuevo, para todos, el espacio de todos, constituyen más que argumentos, cimientos para la confianza. Su gesto -que además las nuevas tecnologías nos han permitido seguir en vivo y al detalle- expresa tanta responsabilidad hacia los demás, tanto respeto por lo colectivo, tanta madurez pública que no puedes sino verlo como un excelente augurio democrático, como el perfecto prólogo de un final feliz. Ese gesto a mí me ahuyenta la preocupación.

En realidad me la deslocaliza; me saca la preocupación de allí y me la acerca. Porque si limpiar la plaza pública es un signo inequívoco de madurez social, es decir, un cimiento democrático, ¿qué significa mancharla? ¿Qué sentido hay que darle, qué augurio atribuirle a la suciedad por nuestras calles que sólo remedian los servicios públicos? ¿Cómo hay que considerar las botellas y vasos por el suelo, los orines en cualquier parte, los papeles y envoltorios infinitos que nos encontramos en horario adulto o infantil, después de una fiesta o después de nada o de sólo una actividad o un juego corrientes? ¿Cómo hay que tomárselo? Creo que muy en serio, como la necesidad urgente aquí de una actualización, revolución democrática en la plaza.

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