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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Una pregunta clara para Escocia

Cameron quizá entre en la historia como el hombre que separó a Escocia de Inglaterra y a Inglaterra de Europa. Su postura puede desencadenar una dinámica incontrolable; lo peor de ambos mundos

Timothy Garton Ash

El primer ministro británico, David Cameron, tiene posibilidades de pasar a la historia como el hombre que separó Escocia de Inglaterra e Inglaterra de Europa. Con ello tendría asegurado un hueco en los libros de texto, pero no el que le gustaría. Tanto en el caso de Escocia como en el de la UE, su postura corre peligro de desencadenar una dinámica que no pueda controlar.

Con una imagen brillante, propia de Blair, tremenda seguridad en sí mismo, un dominio de su cargo como si hubiera nacido en el 10 de Downing Street, Cameron irradia firmeza, encanto y competencia. Al principio, me lo tragué. Sus opiniones políticas no coinciden con las mías, pero pensé que a Reino Unido quizá no le vendría mal tener un primer ministro competente, pragmático, conservador liberal, coaligado con los verdaderamente liberales. Sin embargo, a medida que pasan los meses y se suceden los errores -sobre la UE, Escocia, la reforma de las prestaciones, la reforma del Servicio Nacional de Salud-, una vocecita me susurra sin cesar al oído: ¿será que, después de todo, no sabe lo que hace?

¿Qué es lo que gana Reino Unido quedándose al margen del pacto fiscal? Nada de nada
Es mayor el porcentaje a favor de la independencia entre ingleses que entre escoceses

A propósito de Escocia y la UE, sus posturas son contradictorias. Cuando el dirigente nacionalista escocés Alex Salmond quiere un referéndum con tres alternativas, que incluya la opción de devo max (máximo traspaso de competencias) como alternativa a la plena independencia, Cameron dice: vaya tontería. Un referéndum necesita una opción clara, binaria. Y tiene razón.

Sin embargo, el máximo traspaso de competencias es precisamente lo que pretende que obtenga Reino Unido de la UE. Insiste en que haya una elección clara de "dentro o fuera" para Escocia respecto a la Unión Británica, pero hace todo tipo de maniobras, hasta el punto de enemistarse con los socios europeos, para evitar una elección clara entre "dentro o fuera" para Reino Unido en relación con la Unión Europea.

¿Y qué le han deparado todos sus esfuerzos? El pasado diciembre, cuando "vetó" la propuesta alemana de un tratado que incluyera toda la UE en apoyo de un pacto fiscal para la eurozona, sus bases conservadoras y euroescépticas de Westminster le vitorearon sin descanso. Nuestros socios europeos, en su mayoría, se sintieron irritados y desolados. Cuando hace unos días, en la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos, preguntaron al ministro alemán de finanzas, Wolfgang Schäuble, por qué no se había hecho algo más para garantizar la plena participación de todos los miembros y las instituciones de la UE en la tarea de salvar la eurozona, él contestó: "Me gustaría darle el número del móvil de David Cameron".

Ahora, si examinan el pacto fiscal acordado en Bruselas el lunes pasado, verán que está lleno de referencias a las instituciones de la UE: Comisión, Consejo, Tribunal de Justicia, hasta el Parlamento. Es más complicado de lo que habría sido si no hubiera esas referencias (solo el preámbulo ocupa más de tres páginas cuando lo he impreso), pero representa, en definitiva, que la mayor parte de la UE quiere impulsar un marco dirigido por Alemania para salvar la eurozona.

Otra cosa es que sea, o no, una buena forma de avanzar. Si no fuera por la necesidad de Angela Merkel de tranquilizar a la opinión pública alemana, no tendríamos un nuevo tratado. Casi todo esto se podría llevar a cabo acogiéndose a los tratados existentes y el llamado "paquete de seis" con nuevas regulaciones de la UE. Como política macroeconómica, la receta alemana no basta para sacar la economía europea de la crisis. Si los recortes presupuestarios en todo el continente intensifican la recesión, un pacto de reducción de la deuda podría acabar siendo, en la práctica, un pacto de aumento de la deuda. Alemania se enfrenta a un coro cada vez más ruidoso de críticas fundadas precisamente a propósito de este aspecto.

La pregunta es: ¿qué es lo que gana Reino Unido, que no está en el euro, quedándose al margen de este pacto fiscal; que pierde Suecia, que tampoco está, por firmarlo? La respuesta es: nada de nada. El futuro obstáculo regulador para la City de Londres será también grave. Reino Unido tendrá menos aliados cuando llegue el momento. Aunque la eurozona se maree más con su cóctel de ouzo griego y cerveza alemana, la economía británica saldrá igual de perjudicada.

Cameron pronunció un gran discurso en Davos, en el que analizó los problemas de la eurozona. Gran parte de su análisis era muy acertado. Pero la acogida que tuvo fue, en el mejor de los casos, tibia. Porque la imagen que dio fue como la de un hombre vestido de frac que observa desde el borde de una alcantarilla cómo intenta limpiarla un grupo de residentes y que exclama: "Venga, chicos, tenéis que cavar más; mirad, ahí hay un montón enorme de excrementos, os aconsejo que agarréis una pala más grande".

Tanto desde el punto de vista táctico como desde el estratégico, la política de máximo traspaso de Cameron para Reino Unido acabará por borrar la influencia británica en el continente sin conseguir que sea menos vulnerable a las consecuencias de lo que ocurra en Europa.

En el caso de Escocia, el traspaso máximo de competencias tendría una dinámica diferente. A corto plazo, podría muy bien ser beneficioso para Escocia, que podría seguir disfrutando de las ventajas de formar parte de Reino Unido y reducir aún más los costes de pertenencia. Pero los ingleses se darían cuenta enseguida. Al menos una encuesta de opinión reciente mostraba un mayor porcentaje a favor de la independencia de Escocia entre los ingleses que entre los escoceses. Cuando Checoslovaquia se dividió, lo que puso en marcha el proceso fue la insistencia de los nacionalistas eslovacos en su variante de traspaso máximo de competencias, pero los que dieron el empujón definitivo fueron los checos, bajo la enérgica dirección de Václav Klaus. Ahora podría ocurrir lo mismo, en este reino nuestro en plena desunión.

Estos dos problemas tienen una solución muy sencilla, que tiene mucho que ver con lo que nos gusta considerar un rasgo del carácter nacional -según gustos- escocés, inglés o británico. La solución es hacer una pregunta directa para obtener una respuesta clara. Preguntar directamente a la gente, no a los políticos. En una democracia representativa, no conviene hacer esto muy a menudo, pero estos dos casos representan unos momentos excepcionales y, en un sentido más amplio, constitucionales.

Antes de las próximas elecciones, previstas para 2015, debemos celebrar dos consultas. En el referéndum sobre Escocia, proyectado para 2014, el Gobierno escocés quiere preguntar a sus ciudadanos: "¿Está de acuerdo en que Escocia debería ser un país independiente?". No está mal, siempre que sea la única pregunta en la papeleta.

El referéndum británico podría preguntar: "¿Debe Reino Unido seguir siendo miembro de la Unión Europea?". En 2014 sabremos ya mejor qué significa eso, en la medida en que se hayan hecho notar los efectos generales de una unión fiscal de la eurozona (o esta haya quebrado). Existe una extraordinaria simetría entre las respuestas que recibo cuando hago esta sugerencia a los británicos más firmes partidarios de la integración europea y algunos de sus más fervientes adversarios. Tanto los "eurófilos" como algunos "eurófobos" se horrorizan, en privado, ante la idea de un referéndum que pregunte claramente si hay que estar "dentro o fuera". "¿Por qué?", pregunto. "¡Porque perderíamos!". Los eurófilos creen que los británicos votarían abandonar la UE y los eurófobos creen que votarían quedarse.

Yo, que quiero que Escocia permanezca en Reino Unido y Reino Unido permanezca en Europa, creo que debemos asumir los riesgos de la democracia. Que nos dejen escribir nuestra propia historia.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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