Los niños invisibles
La mayor parte de los menores españoles separados de su familia por razones de protección terminan por ser enviados a instituciones. Una anomalía a la que no se pone solución en medio de inaceptables excusas
Casi todos los niños y las niñas encuentran en su familia la protección, el afecto y la estimulación que necesitan y a que tienen derecho. Según el siglo XX fue avanzando, los derechos infantiles fueron reconociéndose y haciéndose efectivos. Aunque asediada por muy diversos problemas, la infancia occidental cuenta hoy con muy elevados niveles de bienestar, protección y satisfacción de sus necesidades. Lamentablemente, existen también niños y niñas para los que la situación es muy diferente. Para ellos, su familia no es fuente de protección, sino de riesgo e incluso de maltrato, pues el maltrato infantil suele ocurrir en el interior de la familia. Es muy difícil determinar a cuántos niños y niñas afecta el maltrato, porque en su mayor parte se esconde de puertas adentro. En España, el maltrato grave conocido por el sistema de protección de infancia supone como mínimo 15.000 casos nuevos por año.
Falta un compromiso firme por una progresiva desinstitucionalización de los niños maltratados
En 2008 unos 11.000 menores fueron a centros, mientras solo 4.000 eran acogidos o adoptados
Cuando la familia abandona o maltrata, el Estado y sus instituciones tienen el deber de proteger. En algunos casos, la protección implica separar al menor de su familia temporal o permanentemente, según corresponda. Nuestra legislación establece que cuando un menor ha de salir de su familia, la alternativa prioritaria debe ser otra familia, en acogida o en adopción, según el caso. De acuerdo con la ley, las alternativas familiares deben ser siempre privilegiadas sobre las institucionales. Existe una apabullante evidencia científica que muestra las graves desventajas de la institucionalización. Y aunque es cierto que las instituciones para menores son cada vez mejores, no es menos verdad, que siguen siendo instituciones. Los humanos estamos hechos de un material que en la infancia necesita dedicación individualizada, compromiso personal, presencia y disponibilidad habitual de buenas figuras de apego. Es por ello lógico que la ley dé clara prioridad a las alternativas familiares frente a las institucionales como mejor respuesta al supremo interés del menor.
Papel mojado, por desgracia. Aunque las estadísticas españolas de protección de infancia son pobres, en 2008 (último año del que hay cifras oficiales disponibles), unos 11.000 menores entraron en instituciones de protección, mientras que aproximadamente 4.000 pasaron a acogimiento familiar o adopción nacional. Es decir, que de los menores españoles necesitados de protección, las tres cuartas partes van a parar a instituciones (la alternativa sin duda menos recomendable) y solo la cuarta parte va a familias.
Lo que ocurre en los países de nuestro entorno es lo contrario, porque en ellos o no hay institucionalización infantil o la existente es excepcional. España es uno de los países que más niños trae de fuera, a través de la adopción internacional, y uno de los que más menores nacionales mantiene en sus instituciones. Paradoja y anomalía tan incomprensibles como inaceptables. Pero este escándalo parece no quitar el sueño a nadie. En los centros, los niños se vuelven invisibles. Y en ellos (a veces peregrinando de uno a otro) pueden pasar muchos años de su infancia y adolescencia. Y cuanto más tiempo pasan en ellos, menos fácil es encontrarles una alternativa familiar y más daño acumulan. Por desgracia, son muchos los que entran pequeñitos y permanecen luego institucionalizados durante buena parte de su infancia, si no más.
En los últimos años, el sistema de protección de la infancia español se ha visto atrapado entre dos tsunamis. Por un lado, el de la adopción internacional, que tan positiva ha sido y al que tantos recursos se han dedicado. Por otro, el de los menores inmigrantes no acompañados, a los que hay que prestar atención inmediata y urgente. En medio, alejados de cualquier prioridad, los menores españoles necesitados de protección.
La institucionalización de la infancia es la medida menos recomendable, pero la más fácil de gestionar. Es mucho más sencillo contratar a profesionales para centros que buscar familias adecuadas y apoyarlas eficazmente. Pero lo más fácil para la Administración no siempre es lo más conveniente para los administrados. Cuando estos son niños y niñas que han tenido muy adversas experiencias familiares, y que lo que necesitan son vivencias reparadoras y terapéuticas, la institucionalización es sin duda lo menos deseable. El riesgo vivido en la familia es sustituido por los riesgos inherentes a la institucionalización, que son tantos como bien documentados y que afectan sobre todo al desarrollo emocional y la salud mental, pero también al rendimiento escolar y la integración social presente y futura. En la mayor parte de los casos, las instituciones no causan esos problemas, pero no sirven para resolverlos y con frecuencia contribuyen a agravarlos.
Habrá quien piense que, como suele ocurrir, lo mejor (acogimiento familiar o adopción) será mucho más caro que lo menos deseable (institucionalización). Pero es justo lo contrario. Un menor en un centro de protección español cuesta en torno a 3.000 euros al mes (bastantes son mucho más caros), frente a los 300 que puede implicar un acogimiento familiar (la mayoría no recibe ni siquiera eso y unos pocos acogimientos implican más coste). En adopción nacional, el coste es cero. No hay que hacer acogimientos familiares o adopciones porque sean más baratos, pero la alternativa menos deseable es además desproporcionadamente más cara. Mucho mejor gastado estaría ese dinero en prestar un adecuado apoyo, tanto profesional como económico, a buenas familias acogedoras.
Los responsables de la protección infantil española (comunidades autónomas de todo color político) siempre encuentran excusas para mantener este estado de cosas. El último pretexto para explicar nuestras altas tasas de institucionalización son los menores inmigrantes no acompañados, que en realidad solo contribuyen a aumentar un contingente formado sobre todo por niños, niñas y adolescentes españoles. Además, conviene recordar que también hay menores inmigrantes que llegan a otros países europeos y en los que mayoritariamente van también a familias acogedoras.
Otro gran pretexto es la falta de familias que se ofrezcan para acogimientos o adopciones nacionales, cuando lo que realmente falta son campañas sistemáticas y eficaces para promoverlas, primero, y medios para hacer luego su experiencia satisfactoria y atractiva. ¿Cuántas familias saben que cerca de su casa hay niños y niñas que están en centros y que necesitan un hogar en el que recibir el beso de buenos días, la charla alrededor de la mesa sobre cómo ha ido la mañana en el colegio, el rato de juego por la tarde, la lectura al pie de la cama cuando el día termina, el abrazo cuando la herida duele?
Sobran excusas y falta compromiso. Un compromiso claro, decidido y firme por una progresiva desinstitucionalización de nuestra infancia, con fecha puesta y empezando por los más pequeños. ¿O es que en un país tan solidario como España no hay de sobra familias dispuestas a que el año que viene fuera posible que ningún menor de dos años pasara una sola noche en un centro de acogida? Y si eso se hiciera bien, ¿no habría al año siguiente familias suficientes para que ningún menor de seis años pusiera el pie en una institución? Esas familias existen, pero hay que querer y saber buscarlas, atraerlas, prepararlas, apoyarlas y hacer que su experiencia sea satisfactoria. Para los niños y niñas implicados, sin duda lo será.
En los dos últimos años, una comisión del Senado ha estado analizando esta problemática. Las decisiones que de ella salgan deben acabar con tanto riesgo para quienes necesitan protección, con tanta y tan injustificable institucionalización. Mientras eso no ocurra, nuestro sistema de protección, cargado de excusas, estará incumpliendo la ley que debería ser el primero en cumplir. Porque es seguro que el supremo interés del menor no está en su institucionalización.
Jesús Palacios es catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Sevilla.
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