El magno evento
En otro país, el exceso de fastos, ritos, ceremonias, procesiones y desfiles de falleras de la reciente visita del Papa habría llevado a la población a pensar que la Iglesia estaba haciendo el ridículo. Pero no en España
El éxito absoluto y clamoroso de monseñor Rouco en la reciente JMJ se debe al signo formal que imprimió a los tres años de preparación. En efecto, una y otra vez prospectaba por delante la fecha fija del cumplimiento bajo fisonomía de horizonte ("fisonomía" de hecho, pues no es que él haya dicho en ningún momento la palabra "horizonte"), con lo que a los colaboradores voluntarios los tres años de preparación se les trocaron de tiempo para en tiempo hacia. Un horizonte anticipado dinamiza la duración, la hace proyectiva. No es, pues, la duración del tiempo común de los mortales, de los pecadores, sino la del tiempo de los santos, de las almas piadosas, que solo miran a la salvación y anticipan como horizonte el de su propia muerte, a la que dan la cara sin temor alguno. Por supuesto, ninguno de los colaboradores voluntarios, ni aun Rouco mismo, debe de haber advertido esta analogía con la temporalidad soteriológica.
Nuestro Dios, al igual que Yavé, es un dios insaciablemente sediento de alabanzas
Se juntaron la pulsión laudatoria de lo eclesiástico con el gusto español por la adulación
No obstante, aparte de ese efecto sobre la duración formal, la duración meramente material de los tres años de anticipación ha tenido, a su vez, sus propias consecuencias imprevistas; y es que los miles de voluntarios católicos enrolados se han mostrado tan celosos y tan diligentes en los trabajos de la preparación, que los tres años de que disponían les han cundido mucho más de lo previsto, aunque finalmente la abundancia de cosas acabadas ha sido no solo aceptada y aprobada sino incluso exprimida hasta la saciedad por nuestro cardenal.
No sé si me equivoco, pero yo, por mi parte, me figuro que casi en cualquier otra nación de este triste Occidente que no sea la nuestra, ante tan desmesurado exceso de fastos, de ritos, de ceremonias, de procesiones, de desfiles de "deprimentes y falleras efigies, que para muchos no son más que tótems", como dice Javier Marías, la población podría haber pensado que la Iglesia estaba haciendo el ridículo ante el mundo, e incluso haber pasado vergüenza los creyentes por el total desmadre de la vida alegre de su Santa Madre sin un solo segundo para mirar a sus hijos, a quienes se proclama consagrada. A ella nada parecen importarle ni los fieles ni Dios mismo, sino tan solo su propia pervivencia.
La actual situación de la Iglesia, con obispos, cardenales y Papas marcadamente afásicos, ha podido incitar a agigantar la magnitud del fasto, y aquí en especial a su no interrupto programa de sesión continua, de manera que el gran Festival (nuestro arzobispo no ha dejado de subrayar su índole de fiesta ni de imponer la alegría propia de la juventud) bien podría haber sido un sustituto -Ersatz- de la palabra que les falta.
Acaso por lo mismo, monseñor no ha descuidado tampoco ciertas profanidades, como ornamento y aliciente: la cultura y el deporte. Paso por alto lo de la cultura: unos confesionarios de diseño y de autor, como ahora dicen, encargados por lo visto a un arquitecto amigo, seguramente un buen católico, que no ha querido cobrar ni medio euro; pero esto al fin toca a un sacramento. El ítem del deporte lo ha llenado, huelga decirlo, un partido de fútbol, con el mismísimo, omnipresente, Rouco dando el pase de salida, pero con gran estilo, por cierto. Pero estas profanidades serían irrelevantes sin lo que magistralmente se había anticipado a revelarnos José Luis Pardo en su artículo Grandes eventos (EL PAÍS, 9 de septiembre de 2011), puesto que completan y refuerzan, aún más si cabía, su clarividente y capital comparación de la Iglesia con la empresa privada, al poner los fastos de la JMJ como ejemplo de los "eventos" (todas las palabras entre comillas son de J. L. P.) que organiza la empresa para "fidelizar" a sus empleados y clientes. Se trata de grandiosas "ficciones", con variedad de números, supongo que de actores, de humoristas, de cantantes, breves discursos sin duda adulatorios, todo ello "henchido de su propio vacío"; el público selecto y exclusivo, solo de VIP: actrices, grandes empresarios, millonarios, políticos, quizá algún congresista, y, por supuesto, ¡periodistas! El fin no es más que exhibitorio y propagandístico; demostrando lo mucho que puede permitirse gastar, la empresa encarece su prestigio.
Pero ¿por qué la afasia de la actual voz eclesiástica? ¿Es que no tienen nada que decir? ¿Es que no se atreven a hablar? ¿Es que no saben?
Nuestro Dios, al igual de Yavé, es un dios insaciablemente sediento de alabanzas, feroz en su temor de dejar de ser alabado, pues solo la alabanza lo mantiene henchido y erecto. El día en que le faltara, caería desmayado y vacío como un globo pinchado. De esto se aprovecha, con abuso, la actual afasia eclesiástica para refugiar su palabra en la vacía gratuidad de la alabanza.
Pero he aquí que al superponerse, en la JMJ, la Iglesia sobre España se ha formado un tremendo y sinérgico palimpsesto entre la compulsión laudatoria de lo eclesiástico y un rasgo muy señalado de los nativos del país: los españoles están en permanente disposición adulatoria, tienen la adulación a flor de labios. Aquí las alabanzas corren desatadas por calles y callejas, trepan por las paredes de las casas, todos se celebran, todos se aplauden, se achuchan, se besuquean, pero la índole adulatoria se descubre en que la alabanza nunca es a la cosa, ni siquiera se fijan en la calidad, siempre es solo a la persona, porque su fin es halagar, realimentar la insaciable vanidad. En España no existen las cosas ni las acciones, de tanto como abultan las personas. "¡Lo he visto un segundo (al Papa), ha sido superemocionante, superimpresionante!" (citado de Javier Marías, EL PAÍS dominical, 4 de septiembre de 2011). Juntad este panorama nacional con el compulsivo Laudemus de la Iglesia, atizado hasta el rojo vivo por otro español, monseñor Rouco, y tendréis la descomunal, estrepitosa, delirante y grotesca semana de agosto con el Papa.
Pero ha sido el Papa, justamente, el que haciendo excepción a la afasia ha desatado todos los demonios con la decisión más grave, gravísima, para los católicos: restablecer reforzado el antiguo "Extra Ecclesiam nulla salus", lo que comporta nada menos que la capitidisminución de derecho de todos los creyentes que no sean eclesiásticos. Acusa de soberbio al que intenta saber por sí mismo, esgrimiendo contra él los 2.000 años de antigüedad de la Iglesia; soberbio es, pues, el que sin ser eclesiástico intenta alcanzar una fides explicita. Esta, en la Iglesia primitiva, estaba reservada, según Max Weber, a una "aristocracia de intelectuales", que hoy serían los clérigos. La fides implicita está recogida incluso en la "Fides et Ratio", de Juan Pablo II (capítulo III, nn 32-33), bajo el nombre de "conocimiento por creencia": "El conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta". Para San Agustín de fides implicita era "el grado más bajo de la fe", pero junto a esto se dijo que la fe debía también entenderse como cosa del sentir (en contraposición a cosa del saber); la diferencia se cumple en la dualidad de "tener por ciertos los dogmas" y "tener confianza en las promesas de Dios" (glosado de Max Weber). Esto afectaría, en principio, solo a los católicos, pero no creo que a ninguno de ellos le interese tanto como a mí.
Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.
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