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El lugar de las víctimas

Francisco J. Laporta

Las consideraciones que siguen parecerán seguramente al lector un poco desalmadas. Están escritas precisamente para eso: para pensar a las víctimas más que para sentirlas, para reducir los excesos de alma que hemos contribuido entre todos a depositar simbólicamente en la condición de las víctimas. Eso sí, una vez más, y por un misterioso síndrome de estupidez colectiva, sólo en las víctimas del terrorismo. Hasta hacer de ellas un actor privilegiado en nuestras reflexiones sobre el terror, y atribuirles un papel que es precisamente el que quiero en estas líneas poner en cuestión.

Una de las razones fundamentales que se han alegado siempre para justificar la implantación del Estado moderno y su sistema de jueces imparciales han sido los inconvenientes que se seguirían de que los particulares buscaran por sí mismos la reparación de quienes les han causado algún daño. "El Gobierno civil -escribía Locke- ha de ser el remedio contra las inconveniencias que lleva consigo el estado de naturaleza, las cuales deben ser ciertamente muchas cuando a los hombres se les deja ser jueces de su propia causa". Lo que se trataba de excluir con ello eran los "juicios privados" de los hombres. Locke lo sabía bien: "Como los hombres son parciales para consigo mismos, la pasión y la venganza pueden llevarlos a cometer excesos cuando juzguen apasionadamente su propia causa, y a tratar con negligencia y despreocupación las causas de los demás".

Las víctimas deben quedar excluidas de la toma de decisiones políticas y legales

A veces hay que recordar cosas tan sabidas para recuperar el sentido común, que es precisamente el sentido que hemos perdido respecto de las víctimas del terrorismo y su presencia en la vida pública. Hemos proyectado, real o ficticiamente, tanto calor sobre ellas que hemos olvidado su lógica parcialidad. Suponemos que hacer justicia sólo puede consistir en aceptar sus demandas. Las hemos invitado a que tomen parte en el proceso legislativo, en la política de elaboración de las normas penales, en la configuración de los castigos, en la disciplina penitenciaria y en la estrategia antiterrorista. El resultado de todo ello ha sido una profunda distorsión de la actividad pública de los responsables políticos, que cuando se alejan de aquello que desean las víctimas parecen estar haciendo dejación de su responsabilidad objetiva y embarcándose en una aventura de claudicación e injusticia. Todo lo que no sea la pasión vengativa y la represión policial parecen políticas de entreguismo.

Algunos -lamento decirlo- han perdido también la decencia y se han lanzado directamente a la manipulación. Hasta tal punto que volveremos a ver que hay víctimas, reales o presuntas, y portavoces oficiales y oficiososde víctimas, que se van a dar enseguida al noble ejercicio familiar de prestar los muertos a algún partido político para que los utilice como lema de campaña electoral. Sobre la estatura moral de este género de víctimas y portavoces mejor será callar. Hablemos, pues, de la otra parte de tan noble negocio: aquellos políticos que se apresuran a utilizarlas para arrojárselas a la cara al adversario, esperando así que el piadoso votante vaya a inclinar su corazón, y su voto, hacia el noble tribuno que tan firme y solícito se muestra en el consuelo y reparación de las víctimas por estricto sentido de la justicia.

La actitud sectaria de esos dirigentes políticos o informadores mediáticos que alientan las manifestaciones de víctimas, invocan teatralmente su dolor y las incluyen entre las ofertas de su paquete electoral se sustenta, en efecto, en una estrategia indecente. Se supone que todos nos compadecemos de ellas y de la terrible injusticia que han sufrido, y pugnan así por erigirse en portavoces de una pasión colectiva que sus adversarios ignoran. Quienes no participan de ella son, simplemente, indeseables. No deben, pues, ser votados ni escuchados. Luego viene, naturalmente, el discurso subliminal del fariseo: ¡Gracias, Dios mío, por no haberme hecho como ellos!, y la conclusión implícita: ya sabéis a quién tenéis que votar. La víctima es así transformada inicuamente en un puro medio para la satisfacción de los intereses del partido o de la empresa mediática que le apoya. Y a la indecencia de ser tratada instrumentalmente por el terror se añade ahora la de ser tratada instrumentalmente por el político cínico o el informador mercenario.

Pero ésta es una estrategia que, además de inmoral, es también errónea. En primer lugar, porque no está escrito en ningún lugar que hayamos de compadecernos de ellos. Fue nada menos que Primo Levi quien escribió: "Sólo a los santos les está concedido el terrible don de la compasión hacia mucha gente... a nosotros no nos queda, en el mejor de los casos, sino la compasión intermitente dirigida a individuos singulares". Debemos aceptar que los sentimientos no se transmiten mediante leyes, proclamas electorales o informativos de encargo. Hay que admitir por ello que algunas víctimas no suscitan compasión alguna, y algunos portavoces de víctimas incluso resultan repugnantes. Parecen más bien farsantes metidos a políticos o políticos metidos a farsantes. He comprobado con sorpresa que éste es un sentimiento muy extendido. También entre algunas de las propias víctimas, a las que se ha visto haciendo ostentación grosera de su desdén hacia las que consideran de otro bando. Es decir, practicando aquello de la pasión por la propia causa y la despreocupación por la de los demás.

Es hora ya, por tanto, de que tracemos líneas claras que definan el lugar de las víctimas en nuestro espacio político y nuestro sistema legal. Y que sigamos la vieja sabiduría que nos sugiere que deben quedar excluidas del proceso de toma de decisiones. Las víctimas, por definición, no deben participar ni en la política legislativa, ni en la política criminal ni en la política penitenciaria. Eso por razones elementales de imparcialidad. Tampoco en el proceso electoral. Eso por razones de decencia. Las víctimas son simplemente personas heridas por un daño cruel que se produjo, entre otras cosas, porque el Estado con su violencia institucional no estaba allí para evitarlo. Deben, por tanto, ser compensadas por ello. En la medida en que sea posible, por el autor del daño; cuando no, por atenciones públicas de todo tipo. Seguro que también sería bueno para su consuelo que sintieran a su alrededor el calor de todos los ciudadanos. Pero para lograr eso harían bien en salirse del sucio mundo de la trifulca política, la información amañada y la manifestación tendenciosa.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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