La insostenible hipoteca del cementerio nuclear
La radiactividad, y por tanto la peligrosidad, de los residuos nucleares persiste por miles de años. Cuando uno pregunta qué hacer con dichos residuos, la fe pro nuclear obliga a responder lo que se respondía hace 30 años: de aquí a 20 años ya se encontrará una solución, perpetuándose así la inmadurez tecnológica de la energía nuclear al no saber qué hacer con los residuos que genera. Quizás por eso, mientras no se sabe cómo eliminar esa radiactividad, en los países europeos más avanzados el pacto sobre dónde albergar los desechos radiactivos se ha construido consensuando una fecha límite para dejar de generar esos residuos.
En este contexto, sólo desde el rigor podíamos abordar el espinoso debate de los residuos nucleares con un cierto sentido del equilibrio territorial, con la información y el tiempo precisos para conseguir el consenso social, político y ambiental. Éstos fueron los requisitos que pedimos cuando, en el año 2006, la Comisión de Industria aprobaba una Proposición No de Ley que abría el proceso para la construcción del Almacén Temporal (por 60 años) Centralizado de Residuos Radioactivos de Alta Actividad (ATCRRAA), en una denominación sin eufemismos.
Sin conocer el futuro de las centrales, se ha forzado una salida a los residuos carente de consenso
No era la primera vez que se quería resolver qué hacer con los residuos radiactivos, pero de nuevo se volvía a reproducir el mismo error: decidir dónde albergar todos los residuos sin consensuar previamente un calendario que determinase hasta cuándo generar residuos. Ése fue el motivo principal por el que dicha propuesta contó con la oposición de ICV e IU.
Quizás a sabiendas de ese pecado original -la falta de consenso-, el presidente del Gobierno me contestaba, en el debate del Estado de la nación del mismo año, que el tema de los residuos nucleares exigía un amplio consenso social y político, incluidas las organizaciones defensoras del medio ambiente, y el mayor consenso territorial posible. Por aquel entonces el presidente se había comprometido a consensuar un calendario de cierre, hoy por hoy descartado por el mismo Gobierno, siendo éste el espacio para construir el acuerdo social, político y ambiental.
A éste se le debía sumar el imprescindible consenso territorial. Con este último objetivo, el decreto que abre el proceso en verano del 2006 da la capacidad de propuesta a las Comunidades Autónomas, en correspondencia con el mandato del Congreso, en el que se hablaba de la adecuada concertación con éstas.
Pero el proceso se precipita el pasado 23 de diciembre, cuando se aprueba la orden que abre la convocatoria para decidir dónde irían a parar todos los residuos nucleares de España. En dicha convocatoria se cambian las reglas del juego, no dejando a las CC AA papel decisivo alguno. Sin calendario de cierre, se renunciaba al consenso social y ambiental, pero con la resolución se prescindía del consenso territorial.
En la España de las autonomías, éstas no tenían nada que decir, como bien ilustró el ministro Sebastián al declarar que no importaba para nada la opinión de un presidente autonómico. Se pretendía así construir candidatos haciendo que la exclusiva voluntad de una localidad pueda condicionar las voluntades de toda una comarca o una comunidad y establecer estrategias de desarrollo que van mucho más allá de su propio término municipal.
A esto se le añade que el procedimiento difícilmente permite informar y hacer participar de modo suficiente, y ello por su carácter abreviado -un mes para presentar candidaturas, 20 días para alegaciones-, lo que podría contravenir la Directiva de Aarhus en materia de participación e información ambiental.
La primera pregunta que se plantea es por qué se han hecho tan mal las cosas, llegando a romper las reglas de un Estado que se llama autonómico. Y otra, aún más relevante: ¿estamos a tiempo de arreglarlo? Las prisas se explican, dicen, por la saturación en las piscinas de las centrales, y sobre todo, porque los residuos de Vandellós I, depositados en Francia, tendrán un coste a partir de 2011 de 60.000 euros diarios. Pero no explican que la mayor parte de ese dinero se dejará en régimen de depósito, volviendo a disponer de los recursos una vez hayamos hecho el proceso con el tiempo y con las formas que se necesitan.
Quizás, la respuesta más solvente para explicar tantas prisas y tan malas maneras está en que la pretensión de resolver dónde poner los residuos sin decidir hasta cuándo seguirán operando las centrales, solventa el principal problema de la energía nuclear: ¿qué hacer con los residuos? A las empresas no se les exige nada a cambio y se permite que las plantas puedan operar más allá de los años para los que fueron diseñadas. Conocemos las consecuencias: un proceso que hoy ya no se puede resolver con consenso social y político, un proceso en el que ni tan siquiera cabe el consenso territorial.
El Gobierno puede optar por forzar las cosas y encontrar una ubicación, pero un proceso con tan pocas garantías y en el que se han cambiado las reglas del juego a mitad de la partida, además de ser inaceptable políticamente, es recurrible judicialmente. La otra opción es poner el contador a cero, parar el proceso y empezar a hacer las cosas bien desde un principio.
Joan Herrera es secretario general y diputado de ICV.
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