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El español y el paisaje

Julio Llamazares

Durante siglos -escribe Álvaro Martínez-Novillo-, los españoles permanecimos ajenos al paisaje, avergonzados seguramente por la pobreza y la sequedad de los nuestros, comparados sobre todo con los del centro y norte de Europa. Se identificaba entonces, y aún se sigue haciendo hoy, lo verde con lo bello.

Así que fueron los extranjeros, en especial los viajeros románticos de los siglos XVIII y XIX que recorrieron nuestro país, los que nos descubrieron a los españoles, en opinión de Martínez-Novillo y de otros estudiosos de la historia del arte en nuestro país, el pintoresquismo de unos paisajes que, inéditos para ellos, consideraban de gran belleza, tanto más acentuada cuanto más alejada estaba de la de los de sus países de procedencia. La construcción del ferrocarril, que se generalizó en Europa a finales del siglo XIX, propició, por otra parte, que los españoles pudieran ver el paisaje de un modo estético, una mirada casi imposible hasta entonces por las penalidades que comportaban los viajes en diligencia o a lomos de caballerías por caminos llenos de polvo e infestados de bandoleros.

Los paisajes, espejos en los que nos reflejamos todos, condicionan nuestro carácter y sensibilidad
Son tan valiosos para nuestra felicidad como la sanidad o la educación

Fue así como nuestros escritores y pintores comenzaron a considerar aquél y a pintarlo y describirlo como lo que verdaderamente es: el gran espejo que nos refleja y que conforma nuestra sensibilidad. Asturias para Clarín, Cantabria para Pereda, Valencia para Blasco Ibáñez o Galicia para Rosalía se convirtieron así en referentes, en espejos que reflejaban y determinaban el carácter de sus personajes y no en simples decorados de sus vidas, como había ocurrido durante siglos a excepción, quizá, de Cervantes.

El cambio radical de esa visión (la del paisaje como determinante) se produce, no obstante, con los autores de la generación del 98. Ellos son los que, por primera vez, buscan la esencia de este país, como ya habían hecho años antes los viajeros románticos europeos, en los paisajes que los rodeaban. Unamuno la halló en Castilla, igual que el propio Azorín, y hasta alguno, como Ortega, quiso dotarle de universalidad: "Castilla -llegó a escribir-, sentida como irrealidad visual, es una de las cosas más bellas del universo".

Baroja, por su parte, mostró siempre una gran predilección por el que rodeaba a Madrid, corroborando así sin saberlo aquello que había dicho Unamuno de que no hay paisajes feos sino tristes, o lo que pensaba Ortega cuando consideraba un prejuicio no creer bellos más que los paisajes donde la verdura triunfa, y lo mismo le pasaba a Valle-Inclán, éste sin perder, es cierto, la memoria de las brumas y de los bosques y corredoiras de su Galicia natal.

Una mirada que encuentra correspondencia en escritores de otras regiones y en los pintores contemporáneos, como Regoyos, y que culminará en Machado, el verdadero descubridor del sentido literario del paisaje entre nosotros y el que le dio la importancia que ya tenía en otras culturas.

Así que, siendo verdad que nuestra tradición paisajística no es muy antigua, sí es importante a partir de entonces a pesar de los desprecios que todavía sigue obteniendo por parte de alguna gente en nuestro país.

El paisaje, que, como concepción estética, es una idea moderna (hasta el Renacimiento al paisaje se le consideraba un adorno más, el del telón de fondo del escenario en el que se desarrollaba la existencia humana), es visto por algunos todavía como algo insustancial e intrascendente, un elemento decorativo que sólo contemplamos y acogemos como tema algunos escritores y pintores sin demasiada imaginación. Como si los impresionistas franceses del XIX o los novelistas nórdicos carecieran también de ella o como si los escritores viajeros españoles, con Cela a la cabeza, necesitaran de los paisajes para suplir su falta de fantasía.

Desde el romanticismo, la idea del paisaje, que hasta entonces sólo era un decorado, el tapiz que completaba las pinturas profanas y religiosas y el escenario teatral, cambió radicalmente, convirtiéndose en un elemento más de éstos y no el menos importante ni el menor.

Los paisajes hasta entonces armónicos y felices sobre los que destacaban las figuras de Dios o de los hombres, que ocupaban el centro de las iconografías, se convirtieron en más presentes al tiempo que en más dudosos. Despojado de su fe, el hombre, que atravesó la historia apoyado en ella, pasó a entender de repente que ya no era el centro del mundo y que el paisaje era determinante tanto para su vida como para su sensibilidad. Y, también, que la naturaleza, hasta entonces representada de un modo idílico, como correspondía a su carácter puramente ornamental, no era ya aquel lugar fabuloso en el que el hombre vivía feliz, sino el espejo que reflejaba sus ilusiones, sus sueños y sus temores. De ahí que las ruinas (reales o artificiales), los paisajes solitarios y vacíos, los cielos limpios o amenazantes, los océanos inmensos o los desiertos atravesados por una luz cegadora sustituyan poco a poco en sus poemas y en sus cuadros a los amables paisajes clásicos en los que todo estaba en su sitio, desde los hombres a los animales, confirmando de ese modo lo que la humanidad ya sabía desde su origen, pero que se había empeñado en negarse tras los muchos subterfugiosreligiosos o profanos inventados para ello: que el hombre es un elemento más del paisaje, por más que les duela a muchos.

Sorprende, por eso mismo, que, a dos siglos ya de ese descubrimiento y después de toda la producción filosófica, artística y literaria que se ha generado a partir de él, en España se siga viendo el paisaje con cierto distanciamiento, incluso con displicencia, tanto a nivel cultural como sociológico.

Cierto que muchas personas lo consideran fundamental para su realización vital y que hay artistas que han hecho de él el motivo central de sus creaciones, pero, por lo general, al español el paisaje le resulta indiferente, cuando no directamente un obstáculo para sus pretensiones de desarrollo, que circunscribe normalmente a lo económico.

Sólo así puede explicarse la destrucción progresiva a la que lo somete, tanto con obras públicas como privadas, no siempre necesarias y a veces incomprensibles (y que contrasta con el respeto que el paisaje recibe en otros países), y sólo desde esa perspectiva puede entenderse el desprecio que el paisajismo, como concepción estética, merece generalmente por parte de una crítica ignorante que considera aquél algo secundario y de una sociedad para la que el paisaje es sólo lo que se ve por la ventanilla al pasar en coche.

Ahora que la crisis económica ha detenido de golpe la destrucción a la que nuestro país ha sometido durante décadas los diferentes paisajes de nuestra geografía, quizá sea la ocasión de replantearse el modo en el que los españoles contemplamos el mundo que nos rodea, tan alejado del de nuestros vecinos.

Basta mirar por televisión cualquier carrera ciclista, cualquier documental de divulgación o viajes (y no digamos ya viajar directamente, cosa que en estos momentos están haciendo muchos compatriotas) para darnos cuenta de hasta qué punto todavía hay una enorme diferencia entre los españoles y otros europeos en el cuidado de la naturaleza y del aspecto de nuestras ciudades, que también son paisaje aunque muchos arquitectos no parezcan comprenderlo.

Y, sobre todo, quizá sea la ocasión para que nuestros gobernantes también entiendan que los paisajes, esos espejos en los que nos reflejamos todos y que condicionan, por ello mismo, nuestro carácter, son tan valiosos para nuestra felicidad como la sanidad o la educación, aunque solamente sea porque influyen en nuestro ánimo tanto como las condiciones de vida.

Y es que ya lo dijo Josep Plà, el gran divulgador del paisaje ampurdanés, en el que nació y vivió: lo que diferencia al hombre del resto de los animales, aparte de la capacidad de pensar, es la de disfrutar del paisaje; es decir, de mirar el paisaje con mirada inteligente.

Julio Llamazares es escritor.

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