En la era de 'digileaks'
Suponga que conoce usted un secreto que, en su opinión, debería darse a conocer. ¿Cómo lo consigue? Suponga que su empresa o institución tiene secretos que, en su opinión, deben seguir siéndolo. ¿Qué debe hacer? Suponga que es un redactor de un medio de comunicación, un bloguero, un activista, y que tiene, en un oído, a alguien dispuesto a denunciar algo y, en el otro, a un Gobierno o una empresa. ¿Dónde traza el límite?
Una respuesta a la primera pregunta es la que da Daniel Domscheit-Berg, antiguo miembro del equipo de Wikileaks. Su iniciativa OpenLeaks (openleaks.org) pretende ofrecer un "buzón digital" imposible de trazar en el que quienes deseen denunciar algo puedan depositar sus hallazgos digitales. Sin embargo, OpenLeaks no seleccionaría ni publicaría el material, como sí hizo Wikileaks al montar -y titular Asesinato colateral- el vídeo de un helicóptero estadounidense de combate en Irak mientras mataba a 12 personas, incluidos dos periodistas de Reuters, y herido a dos niños.
Ante las filtraciones, las organizaciones necesitan tener menos secretos pero mejor guardados
El Gobierno tiene la responsabilidad de guardar sus secretos. La prensa, de descubrirlos
Según me explicó Domscheit-Berg cuando me entrevisté con él a principios de este año, el denunciante decidiría, en una lista escogida de medios de comunicación y ONG, a cuáles le gustaría que se filtrara el material. Por ejemplo, un ecologista podría decir: "Me gusta Greenpeace y confío en que haga buen uso de mis documentos". Un funcionario del Ministerio alemán de Defensa podría decir: "Me fío de que Der Spiegel publicará esto de forma responsable". Y así, sucesivamente. Todas las decisiones editoriales estarían en manos del medio de comunicación o la ONG. OpenLeaks sería un mecanismo de transmisión técnico y neutral, el guardián del secreto en la causa de la transparencia.
Domscheit-Berg es un joven alemán alto, delgado, intenso, casi penosamente idealista. Apasionado por la importancia de la libertad de información, le gustaría que todo el mundo tuviese la oportunidad de vivir sus "cinco minutos de valor". Ese tiempo, subraya, puede ser suficiente para apretar el botón y transferir montañas de basura. Aunque, si quiere ser verdaderamente escrupuloso, tal vez debería concederles luego cinco horas de reflexión, por si se lo piensan mejor.
Será interesante ver qué tal le va a OpenLeaks. En una conversación telefónica que tuvimos esta semana, Domscheit-Berg me dijo que esperan lanzarlo a finales de primavera o principios de verano, seguramente con una modesta lista inicial de tres medios de comunicación y tres ONG como socios. Las dificultades técnicas de garantizar el anonimato para la fuente, sobre todo frente a un adversario poderoso como Estados Unidos o el Gobierno chino, siguen siendo considerables. Aunque OpenLeaks asegura que no va a tener ninguna responsabilidad legal por la publicación, es probable que se enfrente a querellas legales. Mientras tanto, algunos periódicos importantes, como The New York Times y The Guardian, también están creando sus propios mecanismos para depositar filtraciones.
Pase lo que pase con este proceso, todos los Gobiernos, empresas y organizaciones deben dar por descontado que habrá más filtraciones digitales anónimas: digileaks, para abreviar. Por tanto, la siguiente pregunta tiene que ir dirigida a la posible víctima de las filtraciones, más que al posible denunciante. ¿Cómo se logra el equilibrio entre transparencia y secreto? Ahora, hasta los servicios secretos y los bancos suizos están haciendo guiños a la apertura. Pero no conozco ninguna entidad que sea totalmente transparente. Todo el mundo tiene algo que ocultar, y algunos secretos que es razonable querer mantener. Muchas veces, las dos cosas no coinciden. No hay más que pensar, por ejemplo, en el divertido espectáculo de Julian Assange protestando, furioso, por las filtraciones dentro de Wikileaks.
Los periódicos, cuyo propósito es informar, luchan para mantener en secreto la identidad de sus fuentes. Lo mismo sucede en las organizaciones de derechos humanos, que alegan que sus informadores pueden correr peligro a manos de regímenes represivos y corruptos. El movimiento anticorrupción Transparency International no puede ser completamente transparente. No deja de ser un caso de tensión dialéctica. No obstante, también puede haber casos de hipocresía: exigir a otros lo que uno no está dispuesto a hacer (es, por ejemplo, lo que sucede con las vidas privadas de los directores de periódicos sensacionalistas). Existe una línea muy fina entre la dialéctica ética y la hipocresía por las buenas.
¿Y qué debe hacer la entidad en cuestión? Sugiero que se atenga a dos principios. El primero, decir con claridad cuáles son sus motivos para guardar secretos, ser transparente sobre su falta de transparencia. Tener criterios definidos y estar dispuesta a defenderlos. Unos criterios que deben superar una prueba ligeramente paradójica: si este dato se hiciera público, ¿podrían explicar de forma razonable por qué no tenía que haberse hecho público?
Por ejemplo, no existe ningún buen motivo que justifique la necesidad de guardar en secreto el vídeo del helicóptero de combate estadounidense. Lo que mostraba era, en el mejor de los casos, un terrible error cometido en la confusión del combate y, en el peor, un crimen de guerra. Debería haberse investigado y hecho público. Por el contrario, respecto a los detalles de las negociaciones secretas de paz entre representantes palestinos e israelíes, filtrados a Al Yazira y publicados en The Guardian, es razonable pensar que existe un legítimo interés común en mantenerlos ocultos. Si no, ¿cómo pueden los negociadores tener la seguridad necesaria para explorar lo que no se puede decir en público, con el fin de alcanzar la paz? Y cuando llegamos al caso de corresponsales de prensa que están secuestrados como rehenes, los propios periódicos ejercen de buen grado el secretismo.
El segundo principio fundamental que propongo es: protejan menos cosas, pero protéjanlas mejor. Existe un enorme volumen de material que los Gobiernos, las empresas y las instituciones guardan en secreto sin motivo alguno. Eso fue lo que dio pie a las campañas para obtener más libertad de información, un derecho que ahora conceden muchos Gobiernos democráticos, y con razón. Se dejó entrar la luz del día en los archivos polvorientos y la Administración no se vino abajo por ello. Al leer los cables del Departamento de Estado norteamericano en la base de datos creada por The Guardian a partir del tesoro de Wikileaks, encontré informes clasificados como secretos que muy bien podían haber sido artículos de análisis publicados en un periódico.
Es decir: decidan qué es lo que verdaderamente necesitan que sea secreto en función de unos criterios coherentes y defendibles, y dediquen sus máximos esfuerzos a conseguir que así sea. Por ejemplo, no cuelguen esos datos en una base a la que tienen acceso cientos de miles de personas. Si obedecer este segundo mandamiento supone una reducción del volumen de papel impreso y correos electrónicos en circulación, solo con eso ya habrá redundado en beneficio de los bosques tropicales y la tranquilidad de todos.
Ahora bien, ¿y si, a pesar de todo, se filtra algún dato radiactivo del pequeño núcleo central, ya sea a través del mecanismo de OpenLeaks o por otras vías? ¿Entonces un periodista con sentido ético tiene que ruborizarse, apartar la mirada y devolverlo sin leerlo, exclamando "Oh, Dios mío, no debería ver esto"? Ni hablar. El Gobierno tiene la responsabilidad de guardar sus secretos. La prensa tiene la responsabilidad de descubrirlos.
La prensa -en sentido amplio, para incluir a los blogueros y a las ONG que actúan en este ámbito- tiene que tomar sus propias decisiones sobre lo que es interés público y lo que puede causar un perjuicio inaceptable. La ley establece los límites externos para este viejo juego del escondite. Y las opiniones del periodista no son las mismas que las del ministro, el director de la empresa, el responsable del hospital, o el vicerrector de la universidad. Cada uno tiene su papel, y el resultado es uno de los sistemas de controles y equilibrios más importantes de la democracia.
Las digileaks van a cambiar la democracia de la misma forma que las raquetas de grafito cambiaron el tenis. Que sea para mejor o para peor dependerá de las reglas, el árbitro y los jugadores.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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