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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El chapapote de Obama

El accidente petrolífero del golfo de México pone en apuros a la Administración de EE UU

A medida que aflora el crudo de la plataforma de British Petroleum (BP) en el golfo de México se pone al descubierto una inquietante cadena de fallos e irregularidades que ponen en evidencia a la empresa afectada, pero también a la Administración de la primera potencia del mundo. Según las primeras estimaciones barajadas en las comisiones de investigación abiertas (una en el Congreso y otra en el seno del Gobierno federal), BP podría haber detectado el fallo de la válvula días antes de la explosión de la plataforma ocurrida el pasado 20 de abril y en la que murieron 11 trabajadores. Toda la seguridad, consideran algunos congresistas, reposaba sobre un mecanismo que se sabía defectuoso, a pesar de lo cual no se paró la operación.

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Las sospechas se acrecientan sobre la forma de actuar de la multinacional británica, que minimizó las posibilidades de sufrir un accidente y el efecto que este podría ejercer sobre la fauna y la flora del Golfo. Al poco de la explosión contrató a cientos de pescadores para limpiar el chapapote a cambio de que estos se comprometieran a no presentar demandas por el vertido. BP retiró esa cláusula de los contratos cuando el asunto se hizo público. La compañía se ha negado a ofrecer imágenes del vertido durante 23 días y tampoco ha querido medir el flujo de crudo que está causando un desastre ecológico de escasos precedentes. Desde el principio, se ha estimado que de la fisura del pozo están emanando unas 700 toneladas diarias de petróleo, aunque varios científicos estiman que esa cantidad podría ser muy superior. Finalmente, BP ha seguido vertiendo desde el día del fatal accidente enormes cantidades de un disolvente cuyos efectos sobre el ecosistema, según los ecologistas, pueden ser tan devastadores como el propio crudo.

En todo este cúmulo de despropósitos hay una parte de responsabilidad de la Administración. Durante la etapa de George Bush se relajaron los controles de seguridad y en 2008 se dejaron de exigir planes de emergencia, lo que en parte explica la torpeza ahora demostrada por BP para atajar el vertido. Obama ha tomado cartas en el asunto y ha clausurado la agencia que concedía los permisos de perforación en la que, por cierto, hubo graves escándalos de corrupción propiciados por las grandes cantidades de dinero que mueve el sector. Pero también Obama está en apuros. En marzo pasado lanzó un plan de apertura de nuevas prospecciones submarinas para aumentar la seguridad del abastecimiento energético del país, pero no había cambiado previamente las nuevas y laxas reglas del juego. Tras el accidente, ha paralizado el plan.

Los intentos de BP de taponar la fuga de crudo han resultado fallidos hasta el momento y el petróleo sigue fluyendo y amenazando las costas de cuatro Estados. A los daños ecológicos de esta catástrofe, que ya se asemeja a las del Exxon Valdez y el Prestige, se suman daños económicos y políticos aún por evaluar.

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