El artista y los otros
"Soy un artista". Así, sin que le temblara la voz, se nos definió el cocinero al presentarnos sus platos. Con esas palabras que tanto peligro tienen. Era como mi querido Joaquín Reyes haciendo de Galliano. Mis compañeros de mesa, gente brillante, humilde y de buen corazón, no hicieron ningún comentario sobre semejante sentencia, pero de manera inconsciente, mientras nos íbamos comiendo de un solo bocado los platos sobreexplicados por el maître, cada uno de nosotros sentía, casi sin llegar a dar forma a ese pensamiento, que no hay nada que despierte más la vergüenza ajena que la sobrevaloración de uno mismo. Hay individuos a los que no les basta con ser buenos cocineros, incluso cocineros cojonudos, no, ellos tienen que alcanzar la categoría de artistas, y es ahí donde se despeñan muchos, porque el grande de verdad prefiere ser nombrado por el nombre sencillo y sagrado de su oficio: sastre, modista, cocinero, escritor, músico, dibujante. Artista es una distinción que te deben conceder los demás. El resultado de la pretenciosidad del cocinero fue que la comida nos pareció escasilla y nos sobraron las explicaciones que interrumpían nuestra conversación. La cuenta estuvo a la altura de la consideración que sobre sí mismo tenía el artista. Lo primero que pensamos tanto mi marido, Antonio, como yo ante su imprudente discurso fue, ¿usted sabe la cantidad de talento real que emana de las cabezas de esta mesa? Y es que esa noche nos habíamos reunido con un querido amigo argentino, Víctor Minces, que desde hace años, como ocurre con los científicos españoles, se dedica a prestar su inteligencia a los Estados Unidos. Pero no es sólo inteligencia a secas lo que debe adornar la mente de un investigador, hay otros factores, la creatividad, la imaginación para plantear hipótesis. Mi amigo Víctor investigó un tiempo en Nueva York, que es donde yo lo conocí, con gorra rastafari, varios piercings y un apetito impaciente, poco adecuado para las pildorillas de la nouvelle cuisine. De Nueva York saltó a San Diego y allí, además de convertirse en un apasionado surfista, se ha embarcado en un proyecto que nos contaba junto a Alexander Khalil, el padre de la asombrosa idea. Alexander, un hombre joven y dulce, nos contó que tras doctorarse en musicología decidió convertirse en profesor de música en una escuela. Él había sentido siempre interés por las músicas étnicas, en especial, por el "Gamelán", procedente de Java y Bali, y que está emparentado en su filosofía con el budismo. En la música gamelán intervienen metalófonos, xilófonos, tambores y gongs, y nunca es interpretada por un solista: la esencia de esta melodía es que no puede existir si no se toca en conjunto y lo que interpreta un músico depende de lo que toca el de al lado. Nuestro nuevo amigo Alexander observó cómo los niños con dislexia o con ese déficit de atención tan ligado a la hiperactividad, mejoraban de sus males a fuerza de tener que interpretar una música para la cual la sincronía es fundamental. De esta manera, que parece mágica, un niño que no sabe concentrarse aprende a prestar atención gracias a una melodía en la cual es tan importante el compañero como tú. El maestro Alexandre observó cómo esos niños mejoraban también en otras disciplinas escolares. Escribió entonces su experiencia y se presentó con sus resultados al departamento de neurociencia de la Universidad de San Diego. Le aceptaron su proyecto de investigación y a él se unió mi amigo Víctor, que parece haber nacido para una aventura así, en la que se mezclan la tierna y moldeable mente de los niños y la capacidad milagrosa de la música para mejorar males que hasta el momento sólo han sabido paliarse con pastillas. Es asombrosa la cantidad de niños americanos que toman medicamentos para todos aquellos trastornos relacionados con el déficit de atención. No es posible creer que haya tal porcentaje de niños diagnosticados como hiperactivos. No puedo evitar pensar que tenga algo que ver con la educación, con una nula enseñanza de la paciencia y la contención, con esa desconfianza hacia los adultos que les enseñan los padres, que crean para ellos burbujas que los separan del mundo y de todos esos pedófilos en potencia en que nos han convertido a los adultos amantes de los niños. Y ahora, resulta que algo tan primario, tan esencial en la condición humana como es el ritmo, puede ayudar, no sólo haciendo desaparecer los síntomas de la dispersión patológica, como haría una pastilla, sino flexibilizando la manera de estar en la vida. En realidad, cuánto necesitaríamos los humanos, a cualquier edad y de cualquier condición, tener una clase de gamelán diaria; un maestro bueno y paciente que nos enseñara que las personas más perspicaces son aquellas que saben ponerse en el lugar del otro. Hace unos días aparecía una curiosa estadística: la palabra más usada en los últimos años en las letras de canciones pop ha sido "yo". YO. Una sobredimensión que puede hacernos más infelices pero, sin duda, más ciegos y más tontos. La inteligencia y la paz de espíritu se conquistan con todos los pronombres. Antes de irnos, alabamos al cocinero para que durmiera tranquilo. Pobre, tenía un yo tan enorme que era incapaz de oler la presencia del talento ajeno.
Hay personas a las que no les basta con ser buenos cocineros, tienen que ser artistas, y es ahí donde se despeñan La música tiene una capacidad milagrosa para mejorar males que hasta ahora solo se paliaban con pastillas
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