Zapatero, Rajoy y el futuro de España
Tras el 9-M, el Gobierno y el PP tienen por delante tareas colosales. El primero debe corregir sus errores y aprender a escuchar las críticas; el segundo, borrar resabios franquistas y asemejarse a sus colegas europeos
No sabría decir cuál de todas las posibles interpretaciones de las elecciones del domingo en España ha terminado por decantarse en los pensamientos del líder de la derecha, que acaba de pasar casi 48 horas cavilando sobre la conveniencia o no de seguir al frente de su partido tras sufrir a manos del socialista José Luis Rodríguez Zapatero una nueva derrota cuyo advenimiento no escapaba a nadie excepto, precisamente, al propio Mariano Rajoy y su entorno más cercano. Pero tengo para mí que no será la más sencilla: que hoy por hoy los españoles temen el futuro que les ofrece el PP y han preferido confiarse al timón de los socialistas, pese a los sobresaltos continuos con que su líder ha soliviantado a una parte no despreciable de sus seguidores y, naturalmente, a la generalidad de sus adversarios.
Lo que ha fracasado el 9-M ha sido un modo de hacer oposición: la agresión prepolítica permanente El PSOE ha perdido votantes irritados por las piruetas de Zapatero en asuntos esenciales
A cualquier observador nacional, y aun extranjero si ha seguido de cerca el avatar español, le sorprenderá sobremanera cómo, cegados sañudamente igual que los héroes griegos tras caer en desgracia ante sus dioses, los dirigentes del partido conservador han ignorado las repetidas advertencias sobre su propia credibilidad como hipotéticos gobernantes que les enviaban los ciudadanos, preguntados ritualmente por los sondeos de opinión, tan atareados como estaban en demoler el Gobierno, sus obras y sus pompas -y ya de paso, las instituciones, la convivencia y el poco o mucho tejido democrático que aún quedaba intacto en la sociedad española. Líderes con doxa pero sin episteme, dicho en idioma de Platón: esto es, con opinión pero sin conocimiento, como me advertía hace poco una atenta lectora del periódico. Este único pecado arrojaría harta claridad sobre su capacidad para juzgar la realidad (a comenzar por la más cercana: la suya propia) y, de no ser tan serios los asuntos a discusión, les resultaría aplicable sin mayor contemplación el juicio de don José Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote: "De querer ser a creer que se es ya va la distancia de lo trágico a lo cómico".
En cualquier caso, y sea cual sea el desenlace del sainete, resultará complicado para Rajoy (y sobre todo para los más conspicuos dirigentes que le han acompañado en la aventura) llegar con aliento, políticamente hablando, a la próxima cita electoral en 2012, ya bien entrado el siglo XXI, cuando las plagas que se han abatido sobre los ciudadanos estos cuatro años como consecuencia fundamentalmente de los atentados del 11 de marzo de 2004 y la negativa del PP a aceptar como legítima su derrota tres días después resulten difícilmente comprensibles para el ciudadano corriente.
España no viene de disputar unas elecciones normales. Pocos entre quienes han participado como ciudadanos electores, y aun de los que lo han hecho como candidatos, estarían dispuestos a convenir que un ajuste más fino de los programas electorales o un diseño y ejecución de la campaña más enérgicos habría reportado un resultado distinto. No diría yo que los españoles han confirmado a los socialistas en el poder seducidos por las rebajas de supermercado y las más o menos brillantes cuentas de cristal con que han querido aliñar su oferta electoral, o que hayan desoído los cantos de sirena de la derecha decepcionados por la falta de calidad o de abundancia de sus promesas económicas y fiscales, por lo demás alarmantemente similares a las del partido rival.
Más bien al contrario: lo que ha fracasado, seguramente, no es una oferta concreta de Gobierno, sino todo un modo de hacer oposición; no ha suspendido el escrutinio final de los ciudadanos un listado de propuestas, aunque algunas de ellas fueran poco razonables y escasamente homologables con la derecha liberal europea, sino la agresión prepolítica permanente y desmesurada elevada a estrategia, la crispación que ha desgarrado el tejido democrático de la sociedad española sin reparar en los daños causados a la convivencia, los intentos de golpe de mano contra el Tribunal Constitucional y el gobierno de los jueces, pilares fundamentales de las sociedades modernas en Occidente.
No me cabe ninguna duda de que una parte de la sociedad española se ha sentido agredida por los conservadores (especialmente en Cataluña, que ha devuelto el golpe votando masivamente a los socialistas) y no son correcciones al detalle, por tanto, lo que los ciudadanos exigen al partido de la derecha; se le ha planteado más bien una enmienda a la totalidad que difícilmente se satisfará sin apartar del mando a los responsables del estropicio. Tiene el PP por tanto una tarea igual de colosal que la que le espera al Ejecutivo, sólo que en su propio patio: llevar al partido definitivamente al siglo XXI, borrar los resabios franquistas, homologarse con los conservadores británicos o alemanes. Ésa y no otra es la responsabilidad que tiene pendiente el PP con la democracia española y con los diez millones de ciudadanos que le han otorgado el voto, algunos de los cuales sin duda contre-coeur, empujados por el rechazo aún mayor a Zapatero, el Estatuto de Cataluña y el diálogo con ETA. Preguntados en las encuestas, los votantes populares ven siempre a su partido mucho más a la derecha que a sí mismos.
No debería deducirse de todo lo anterior, sin embargo, que los socialistas han superado con brillantez el examen de las urnas, puesto que ni han logrado la mayoría absoluta que de acuerdo a los usos y costumbres la democracia española ha solido otorgar al presidente en su segundo mandato ni han mantenido el diferencial de escaños en el Congreso que les separa del partido rival, aunque estén ahora más cerca de la mayoría absoluta. A falta de un análisis detallado de los resultados del domingo, parecería también que algunos de sus votantes más moderados les han abandonado, irritados por cualquiera de las múltiples piruetas con las que el presidente ha sorteado los dos escollos fundamentales de su primer mandato, el diálogo con ETA y el nuevo Estatuto de autonomía para Cataluña, y que sólo un flujo masivo de votos desde los nacionalismos más o menos independentistas y la izquierda más allá del socialismo han permitido cuadrar las cifras. El desenlace resulta tanto más incomprensible si se observa desde el socialismo francés o la izquierda italiana, dado el positivo balance que pueden exhibir sus correligionarios españoles con la extensión y consolidación de derechos sociales como la igualdad de las mujeres, la atención a los mayores, el controvertido matrimonio homosexual, aceptado ahora por siete de cada diez ciudadanos, o el brillante crecimiento de la economía.
Por lo demás, el desistimiento del voto al PSOE comienza a ser preocupante entre ciertas clases jóvenes y urbanas, especialmente en Madrid, a lo que sin duda contribuye la ocupación de espacios públicos y la manipulación de las televisiones autonómicas en los grandes feudos del PP, más similares a los usos en Serbia o en alguna república latinoamericana que a cualquier territorio de la Unión Europea.
Por lo que respecta al futuro, y pese a las previsibles protestas del presidente, no sé si Zapatero tiene un plan coherente, detallado y factible para la España del siglo XXI; pero lo que resulta evidente es que los españoles sí tienen un plan para Zapatero. Expresado de otro modo, se podría decir que Zapatero es ahora mismo el proyecto más interesante que los españoles tienen entre manos, cuando el PSOE se ha convertido en el único partido nacional, esto es, con implantación homogénea en todo el territorio (el PP ha evacuado Cataluña, desistido de gobernar en Euskadi, y mostrado una impotencia para conquistar el poder en Andalucía que dura ya casi 30 años).
Y el proyecto es sugestivo: la nueva mayoría surgida el domingo de las urnas confía en que el jefe de Gobierno corrija sus errores pasados, aprenda mejor el arte de gobernar, supere sus déficit de gestión más evidentes (ahora con los vientos económicos internacionales en contra), restaure los consensos, tarea primera en las instituciones democráticas (con un Rajoy que deberá estar a la altura de las circunstancias), y reafirme la política exterior en América Latina, Europa y el Mediterráneo, amén de restañar las heridas con Washington. Para todo ello, el presidente escuchará críticas. Aunque tampoco le faltarán alabanceros. Ojalá sea más sensible a las primeras que a los segundos.
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