Víctimas vencidas y víctimas vencedoras
Se pensaba que, cuatro décadas después, las dos Españas era una idea superada por nuestra convivencia democrática. Es lamentable afirmarlo, pero no es así. Sigue existiendo la brecha que nos separa y nos divide. Debe ser que la Transición no salió tan bien como se pensaba y que dejamos veredas abiertas por las que algunos se adentraron, convirtiéndolas, con el paso del tiempo, en autopistas por las que se vuelve a circular hacia el rencor, el odio y la división.
No es extraño que algunas cosas se hicieran mal, porque la correlación de fuerzas era desigual. De una parte, todo el aparato del franquismo, intacto, poderoso y retador, y, de otra, una izquierda débil, radicalizada y temerosa de no saber encontrar el hueco apropiado para que España se adentrara por la senda democrática y constitucional.
Los perdedores también eran España. Hoy sólo quieren honrar y enterrar con dignidad a sus muertos
Han pasado 70 años y sería necesario que los demócratas fuéramos capaces de transmitir nuestros sentimientos sin revancha, cuando nos referimos al salvajismo sobrevenido del golpe de Estado del año 1936. Y desde esa voluntad noble, se puede ser consciente de que, si no recuperamos la España que perdió en las trincheras, no es que tengamos una sola España, es que tendremos media España. Teníamos la España de Franco, pero llegó la Democracia y es justo que España recupere el patrimonio de la otra España silenciada. También aquellos perdedores eran España. Nadie puede pretender cambiar la realidad sino explicarla. La guerra la ganó Franco. No hay duda. Ese no es el debate.
Quiero comprender a muchos de los que estuvieron en el bando ganador. Muchos ganadores fueron también sufridores de una guerra que ganaron. Los soldados ganadores también fueron arrancados de sus hogares, marchitaron sus esperanzas y su juventud, abandonaron a sus padres ya ancianos, a sus esposas, a sus hijos. Muchos fueron lanzados a un combate en el que no querían participar, les obligaron a sobrevivir entre la pólvora y la sangre. Sin querer combatieron, sin querer mataron y sin querer murieron. Aquella guerra asustó tanto a los que ganaron como a los que perdieron, porque, al final, todos perdieron, perdió España. No es guerracivilismo estudiar los excesos de los vencedores, pero tampoco ha de serlo entrar en la averiguación de las torpezas republicanas.
No tendremos la paz de todos hasta que sepamos todas las situaciones que padecimos. Para que nadie pueda albergar reservas mentales, los demócratas aceptamos, sin objeción alguna, que se estudie, que se revise el periodo republicano, que se aireen las luces y las sombras de esos años convulsos de la historia de España. Pero, de igual
forma, como medio completo de higiene, porque no tiene sentido asear sólo medio cuerpo, tenemos que aceptar que se estudie el periodo completo de la Guerra Civil y la posterior dictadura, también por los excesos que protagonizaron los vencedores. Pero ahí, entre los que vencieron que murieron y los que murieron que perdieron, es de justicia recibirlos con honor, porque creían defender unos ideales y, ante tal creencia, no caben discriminaciones. El soldado merece el respeto, pero no lo merece el asesino, ese otro personaje que, instalado a veces en la retaguardia, era el manijero que señalaba los ajustes de cuentas, en frío y sin piedad.
Es necesario entender que la ley aprobada sugiere también abrir las puertas de par en par a la verdad histórica, a esa historia de hace 70 años que nos heló el corazón, pero donde hubo, en un sitio u otro, gente de bien, personas que creían en una idea y lucharon por ella y hasta dieron la vida. La memoria histórica no es un instrumento para afilar el arma arrojadiza, sino una idea noble para devolver al presente nombres y circunstancias, a fin de que también moren en los vivos esas páginas reencontradas con toda la dignidad posible. Y aunque todavía hay resquemores porque no hay circunstancias más sangrantes que los enfrentamientos en una guerra civil, es lo cierto que hemos de tender a una serenidad amable, aunque sea a contrapelo de nuestro dolor, pensando que la gran mayoría de los combatientes no fueron culpables, porque ellos no provocaron ni decidieron ir al combate.
Los hijos o nietos de aquellas víctimas no quieren ya sacar los colores a nadie, ni buscar afrentas, ni pedir venganza. El deseo de estas personas es muy sencillo, es ejercer el derecho de enterrar dignamente a sus muertos y dejar clara su memoria. Muchos familiares no saben dónde están los restos de sus padres o de sus abuelos. Cada uno desea pacificar su propia vida dando sepultura a sus seres queridos. Eso persiguen quienes participan ahora en la Recuperación de la Memoria Histórica, dar satisfacción a un sentimiento humano, cumplir con un ritual indispensable para aliviar el dolor, desagraviar a aquellos que cayeron, con el último gesto que les pueden dedicar, darles una tumba y renovarles el recuerdo. La voz de los herederos de esos perdedores no dice más que una cosa: "Que mis muertos y su papel en esa terrible historia quede aclarado y descansen en paz".
Nadie debe ganarnos en generosidad a quienes, desde la izquierda, hemos contribuido a la Democracia. Las víctimas de los que se sintieron vencedores ya tuvieron la oportunidad de honrar a sus muertos. ¿Creen ellos que ya es hora de que las víctimas de los que perdieron tengan también esa misma oportunidad? Porque hay el mismo dolor humano en unos que en otros, porque el dolor no sabe de siglas, de ideologías ni de banderas.
La mayor parte de los contendientes en la Guerra Civil fueron víctimas, víctimas vencidas y víctimas vencedoras. Otros, los menos, son los culpables de subvertir un orden que estaba democráticamente construido y cimentado. No podemos -ni debemos- bendecir lo criminal, pero sí queremos que cada uno reivindique la memoria de quienes, sin ser culpables, padecieron, murieron y fueron olvidados. Desde la izquierda, vivido lo vivido y aprendido lo aprendido, y habiendo escuchado de labios de gente que venció confesiones de dolor y desasosiego, porque no quisieron ser protagonistas de lo que hicieron, confieso que no albergo resquemor alguno. Pero comprendo y apoyo, en toda su dimensión humana, la esperanza, la última esperanza, para brindar el último homenaje a los anónimos e ignorados, gracias a un deseo que no es reaccionario ni vengativo. Esa es la voluntad sincera de recuperación de la Memoria Histórica.
No cabe la menor duda, pues, de que la Ley de Memoria Histórica pretende ayudar a que todo el mundo pueda cumplir ese deseo de encontrar y enterrar dignamente a sus muertos. Lo acontecido desde su aprobación por las Cortes, con el último episodio judicial que tanto nos divide, no está permitiendo que eso ocurra de la forma en que querían y quieren familiares y demócratas amantes de la concordia y reconciliación. Se debería intentar, por todos los medios y con máxima celeridad, una modificación de esa ley o la elaboración de otra que obligue a todas las instituciones del Estado a facilitar los medios de todo tipo para que ese objetivo pueda ser alcanzado, separando al muerto de las circunstancias de su muerte o asesinato.
Y cuando las fuerzas políticas consideren necesario aclarar las circunstancias de esas muertes, que se revise lo pactado en la Transición, que se legisle en función de la justicia y que ningún juez encuentre en esa legislación ningún resquicio para, unilateralmente, alterar lo que se haya decidido en nombre de la soberanía nacional. El Gobierno tiene la obligación de liderar este proceso que nos devuelva la concordia.
Juan Carlos Rodríguez Ibarra es ex presidente de la Junta de Extremadura.
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