_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Vicios privados, pecados públicos

En los albores del liberalismo económico solía decirse que la "mano invisible" convertía los vicios privados en beneficios públicos. Aunque el médico holandés Mandeville, que puso en circulación la especie, quizá pensaba en cuestiones más carnales, la metáfora sirvió a la ideología del laissez faire para aplicarla al funcionamiento de los mercados. La búsqueda del lucro individual se convertiría por arte de magia en bien colectivo.

Hoy, tras dos años de crisis, el panorama a la vista es justo el contrario; el caos económico provocado por los desmanes e irracionalidades de los mercados movidos por el lucro privado ha sido endosado en su casi totalidad a los Estados, que tuvieron que salir al rescate para evitar males mayores. Los vicios privados se han convertido en males públicos. Las mismas agencias de calificación que dieron la triple A a todo tipo de bonos basura y derivados financieros insolventes, ahora afinan la lupa para calificar la deuda pública de los Estados, originada justamente para evitar la debacle. Y aún más, los mismos que rechazaban cualquier intervención pública en el libre juego de los mercados, ahora mantienen que el fallo no es de los mercados, sino de los poderes públicos que no cumplieron con su labor de supervisión y vigilancia.

Los mismos que causaron la crisis son hoy la referencia, van dando lecciones e imponen sus recetas
¿Por qué Keynes es un rojo peligroso para los fundamentalistas del mercado?

Salimos de la crisis justo al revés de cómo era lógico esperar. No predomina un clima que exija acotar, ordenar y limitar el libre juego de los mercados, sino unos Estados endeudados hasta las cejas que soportan las exigencias de los mercados y que, por haber acudido a salvar lo peor, ahora tendrán que autolimitarse y disciplinarse durante años sin que ningún cambio de paradigma esté a la vista.

La crisis pues, lejos de impulsar un giro a la izquierda de la política mundial, a día de hoy, parece más bien lo contrario. Si en la teología medieval el Concilio de Letrán sentó que fuera de la Iglesia no hay salvación, en la nueva metafísica, el consenso de Washington, ha dictado como dogma que fuera de los mercados, tampoco.

Hace dos años, cuando estalló la crisis que nos asola, todo hacia pensar que el ciclo abierto a finales de los setenta de hegemonía neoliberal, que el tándem Reagan-Thatcher consolidó políticamente a lo largo de los ochenta, había llegado a su fin. Que el viento soplaría a babor.

Surgida del corazón mismo del sistema financiero mundial, la crisis más dura y profunda desde los años treinta parecía demostrar que los mercados autorregulados, lejos de tender al equilibrio, terminan siempre en el despeñadero.

Las elecciones de Estados Unidos con la elección de Obama apuntaban a eso, y la pronta convocatoria del G-20 parecíaindicar que los gobiernos del mundo querían cambiar las reglas de juego. La teoría general de Keynes estaba nuevamente sobre la mesa de los despachos, y en adelante ya nada iba a ser igual, se repetía. ¿Qué hay de ello?

Keynes y lo aprendido de la crisis de los años treinta, más algo de Friedman en política monetaria, han permitido atajar pronto la crisis; pero esa rápida tabiquería ha sido quizá el motivo para dejar de analizar la estructura del edificio. Y en el edificio hay no pocos problemas estructurales.

Nos referiremos a dos tan sólo: el primero tiene que ver con la extrema "financiarización" del capitalismo actual. Hoy, las finanzas mandan sobre la economía real. El volumen de los activos financieros es varias veces superior al PIB mundial, y la actividad económica se pliega a la lógica financiera tanto cuando el viento corre a favor (burbujas), como cuando corre en contra (recesiones). Hablar de mercados es decir mercado financiero.

Unos mercados cuya potencia se ha multiplicado por la velocidad de circulación que le permiten las nuevas tecnologías y que, en la práctica, están mucho más desregulados que cualquier otra actividad económica. En ellos se crea o se destruye la liquidez y, sobre todo, se especula. Una especulación que, con perdón, en nada contribuye a la célebre asignación de recursos. ¿Alguien puede explicar qué aportan los hedge funds operando a futuro en los mercados de divisas, salvo incrementar los problemas para enriquecer a los especuladores?

El segundo asunto estructural tiene que ver con la globalización. La globalización es obra de las tecnologías y de la economía. Las instituciones, sin embargo, han ido en sentido contrario. Hay más Estados que nunca y los organismos internacionales pintan cada vez menos.

La crisis de 1929, centralizada en Estados Unidos, es difícilmente explicable sin los agitados años que siguieron a la I Guerra Mundial en Europa. La de 2008 también hunde sus raíces en los desequilibrios mundiales.

China, que es la tercera economía mundial, ha venido ahorrando el 50% de su PIB; mientras Estados Unidos, que es la primera, no ahorraba casi nada o nada. Han sido los chinos pobres los que han financiado el consumo de los americanos ricos. Los de 6.000 dólares per cápita financian a los de 46.000.

Keynes pensaba que en el origen de la crisis de 1929 existía un exceso de ahorro provocado por los permanentes superávits de la balanza de pagos de Estados Unidos.

En la de 2008, casi todos los analistas están de acuerdo en que ha venido provocada, en gran parte, por un exceso de liquidez en los mercados mundiales. Ciertamente, a dicho exceso han contribuido las prácticas financieras y la política de la Reserva Federal y del Banco Central Europeo, pero en no menor medida han participado el exceso de ahorro de los países del sureste asiático, los fondos soberanos de los petrodólares, los fondos de pensiones capitalizados de muchos países del primer mundo y la creciente desigualdad en la distribución de la renta tanto en el mundo rico, como en China y otros países asiáticos.

Desde que en las primeras décadas del siglo XIX el credo liberal de los mercados autorregulados inició su andadura, ésta era socialmente tan devastadora que las reacciones defensivas han sido constantes. El siglo XIX vio nacer desde los sindicatos hasta el marxismo; y en el XX, la crisis de los años treinta, llegó acompañada de la reacción nazi-fascista, y resolvió su salida con un nuevo orden económico mundial: Estados Unidos asumió el liderazgo, que antes tuvo Reino Unido, y el sector público dobló en términos de PIB el anterior a la crisis.

En la actual crisis se ha tomado de Keynes sólo la parte útil para apuntalar el sistema, que es el gasto fiscal. Nada se ha hecho para reorganizar los mercados financieros ni para redefinir un orden económico mundial que incluya las nuevas potencias económicas. O sea, sólo parches.

Rebus sic stantibus, se comienza a constatar lo obvio. Los Estados no tienen suficiente músculo para resolver la situación, y comienza la división de opiniones. En Reino Unido, 20 economistas de prestigio han pedido el fin del apoyo estatal porque consideran ruinoso el déficit público acumulado. Otros 60 colegas les han respondido que no se puede parar porque vendría la marcha atrás. Ya ocurrió en 1937. Más que de derecha e izquierda, creo que se trata de supervivencia.

Es posible que en esta crisis falte un nuevo Keynes; pero entretanto, ya tenemos al anterior. Alguien que pensó, sobre todo, en la viabilidad del sistema, hasta el punto que escribió "Puedo estar influido por lo que me parece ser justicia y buen sentido; pero la guerra de clases me encontrará del lado de la bourgeoisie educada". Siempre me pregunto por qué este hombre es un rojo peligroso para los fundamentalistas del mercado.

Justo Zambrana es economista. Ha publicado El ciudadano conforme (Taurus) y La política en el laberinto (Tusquets).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_