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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Sísifo vuelve a casa

Javier Solana, el español que más ha pugnado por dar a la Unión Europea una política exterior y de defensa, termina hoy su mandato como 'ministro' de Asuntos Exteriores del conjunto continental

Lluís Bassets

Es bien conocido el mito de Sísifo, condenado a subir un enorme pedrusco hasta la cima de un monte, que cae una y otra vez hasta el pie en cuanto ha coronado su esfuerzo. Como en todo mito, esa figura trágica y circular ha sido utilizada para expresar numerosos problemas de la vida y de la naturaleza humana. A la vista de lo que ha ocurrido desde 1989, año de partida de la recomposición de nuestro mundo, se diría que también se acomoda muy bien a la pugna de nunca acabar de esa Europa que intenta construirse a sí misma como protagonista de la escena internacional y justo cuando parece conseguirlo se divide y hunde en la depresión.

Si alguien ha estado ahí todo este tiempo, en pleno campo de brega europeo, acarreando una y otra vez el pedrusco, ese es Javier Solana. Un Sísifo dialogante y componedor, capaz de tejer consensos y conseguir imposibles acuerdos, pero Sísifo al fin, enfrascado en la tarea y angustiado por la precariedad de su esfuerzo. Era ministro de Educación de Felipe González cuando cayó el muro de Berlín, pero no pasaron ni tres años cuando entró, como ministro de Exteriores, en la arena de la diplomacia internacional que no ha abandonado hasta hoy mismo. No hay, por tanto, crisis europea y mundial de los últimos 20 años en la que no haya estado implicado de una u otra forma desde entonces, algo ciertamente extraño en la historia de España.

Pocos políticos encarnan de forma más duradera e intensa la nueva apertura de España hacia el mundo
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Solana no es un caso aislado. Bastan los ejemplos de Federico Mayor al frente de la Unesco, Marcelino Oreja del Consejo de Europa o Rodrigo Rato del FMI. Desde el ingreso español en la UE en 1986, ha sido creciente el compromiso con las instituciones internacionales. Pero pocos políticos encarnan de forma tan duradera e intensa el cambio que se ha producido en las relaciones entre los españoles y el mundo desde que España ha regresado a los asuntos internacionales tras varios siglos de inhibición o aislamiento. Lo mismo sucede con el éxito de la transición o la apoteosis europea del nuevo socialismo español, que ha podido ofrecer una continua presencia en sus instituciones desde el protagonismo de Felipe González en Maastricht, hasta la actual comisaría de la Competencia obtenida por Joaquín Almunia, pasando por la presidencia del Parlamento de Josep Borrell.

Los 17 años de Solana son la expresión de un éxito socialista y español. Pero las reacciones que suscita en España son también manifestación de un fracaso y el regreso de un viejo vicio nacional. No es seguro que los sucesivos gobiernos del PP y del PSOE hayan sabido aprovechar su presencia primero en la OTAN y después en la UE para mejorar la presencia española en el mundo, afinar la política exterior e incluso resolver convenientemente los contenciosos en curso. Más bien cabe pensar lo contrario, que desde los despachos gubernamentales se ha evitado solicitar sus consejos. Se diría, incluso, que la sociedad civil, el mundo económico y universitario, think tanks y medios de comunicación, han tenido en mayor consideración y estima su trabajo que sus compañeros de profesión política e incluso de partido. Un reciente artículo del ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, sobre los 10 años de PESC y la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, publicado por este periódico el pasado 13 de noviembre, evitaba toda mención a la presencia y a la labor al frente de la institución europea del español que mayor protagonismo ha tenido en la escena internacional en la historia contemporánea.

Esta irrupción española en la escena internacional ha encontrado una fuerte resonancia generacional en el resto del mundo. Los jóvenes que en los años sesenta, y especialmente en 1968, se rebelaron contra las sociedades conservadoras de la época son los mismos que en los años noventa y primera década del siglo XXI se han encontrado con responsabilidades internacionales. Pocos episodios explican mejor esta sintonía que la guerra de Kosovo en abril de 1999, uno de los momentos más polémicos de la trayectoria de Solana, el secretario general de la OTAN que tuvo que ordenar los bombardeos sobre la Serbia de Milósevic para frenar un genocidio. La derrota serbia y la independencia de Kosovo no hubieran sido posibles sin Joschka Fischer en el Ministerio de Exteriores alemán, Tony Blair en Downing Street, Bill Clinton en la Casa Blanca, Bernard Kouchner -actual ministro de Exteriores de Sarkozy- como primer administrador de Naciones Unidas para Kosovo y Solana al frente de la OTAN: todos ellos jóvenes manifestantes contra la guerra de Vietnam en los años sesenta.

En aquellos combates se forjó un nuevo americanismo. Los antiguos izquierdistas, aleccionados por la historia, transformaron su viejo antiimperialismo en antitotalitarismo, su militancia en acción humanitaria y su pacifismo en disposición para la intervención internacional armada para derrocar tiranos e impedir nuevos genocidios. La presidencia de Bush dividió luego el campo y convirtió a un buen puñado de ellos, encabezados por Tony Blair, en auténticos neocons. No fue el caso de Solana, que acomodó como pudo, en calidad de Alto Representante, la nueva estrategia de seguridad europea después del 11-S sin caer en las doctrinas de la guerra preventiva y del unilateralismo imperial.

De su etapa de la OTAN cabe destacar los acuerdos de cooperación con Rusia, firmados en 1997, que marcan el fin de la guerra fría y de la Europa dividida por la Conferencia de Yalta (1945). Sin ellos la Alianza no podía abordar su primera ampliación a Polonia, Chequia y Hungría (1999). La tarea más espinosa fue la gestión de las guerras balcánicas y las sucesivas misiones europeas, y en ella actuó primero en su calidad de jefe civil de una alianza militar y después de jefe político de una institución civil y militar en construcción como es el Ministerio de Exteriores y Defensa europea del que ahora se hará cargo la británica Catherine Ashton.

Respecto a los diez años de política europea exterior y de seguridad, un estrecho colaborador suyo, Robert Cooper, ha señalado que la UE "en su conjunto ha funcionado mucho mejor que antes, especialmente comparado con la década de los noventa". Entonces Europa tuvo que tratar con la crisis bélica y el genocidio en su propio territorio y no consiguió avanzar hasta que Estados Unidos se decidió a hacerlo. Las 22 misiones internacionales emprendidas no han dado todavía como resultado "una política coherente", pero al menos se han hecho pequeños pasos en vez del retroceso que supuso la década de guerra y genocidio anterior.

Lo más importante es que míster Europa se ha convertido en una persona de confianza de los países aliados, empezando por EE UU, y siguiendo por los socios europeos. Según Bill Clinton es mérito de Solana haber colocado y mantenido a Europa en el mapa. El Alto Representante ha tenido un papel primordial en varios de los lances más complejos de la reciente política internacional, como el proceso de paz entre israelíes y palestinos o la negociación con Irán sobre su programa nuclear. Solana no tiene dudas sobre lo mejor de su larga etapa: la ampliación de la UE hasta 27 socios, el mayor proyecto europeo de fabricación de paz, estabilidad y prosperidad de su historia. Tampoco las tiene sobre la tarea pendiente: la paz en Oriente Próximo.

Donde mejor se refleja el carácter circular de la imposible tarea europea es en la elección de la sucesora. Los 15 eligieron en 1999 a un experimentado secretario general de la OTAN y ex ministro de uno de los países grandes como su primer ministro de Exteriores, todavía con la denominación de Alto Representante. La UE se imaginaba a sí misma como una superpotencia, tal como ha señalado el director del Centre for European Reform, Charles Grant, mientras que ahora, cuando nombra a la británica Ashton, aparece "orgullosa de su poder blando" y totalmente exhausta de ambiciones y horizontes.

Solana tomó a su cargo un invento de nueva creación, sin estructura ni personal, y lo deja convertido en lo que será la diplomacia más numerosa y, cabe esperar, potente del mundo. Diseñado a partir de su experiencia, él mismo estaba destinado a ocuparlo si la Constitución hubiera llegado a buen puerto. Pero Francia dijo no y luego todo se retrasó cinco años. Ahora, cuando se inaugura el servicio exterior europeo, los 27 han colocado en su lugar a una persona sin su calibre, por tanto incapaz de volar por sí misma dentro de una UE en la que Durão Barroso ha conseguido convertirse en la figura preeminente.

Hoy será su último día de trabajo en esta tarea circular pero necesaria. El debate y la reflexión sobre el futuro de Europa y de su política exterior son parte del acarreo que nunca termina de esa mole de piedra. Pero Solana no piensa jubilarse ni dejará de ser Sísifo, con la ilusión y la angustia de la piedra europea sobre sus espaldas. Sísifo sólo vuelve a casa.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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