Pandemia y otras plagas
La nueva gripe está creando una atmósfera de intranquilidad y angustia que sirve para disimular problemas más acuciantes y endémicos que no sólo ponen en peligro la salud individual sino la social y democrática
Raro es el día en que no se da alguna noticia sobre la "nueva" gripe que al parecer nos amenaza y que ha tenido en los últimos meses otros nombres. Creo que empezó llamándose "mexicana", luego "porcina" -algún país, por lo que leímos, hizo una quema hecatómbica de cerdos-, al final se le ha dado una denominación más científica y aséptica: gripe A, gripe H1N1, que parece una matrícula automovilística para atropellar nuestra siempre agobiada tranquilidad.
Hay muchos rumores sobre el origen de esta enfermedad que los medios de información manosean, opinean, tergiversean. Deformaciones de unos hechos que, con independencia de su posible realidad y subsiguiente pandemización, y de las medidas que las autoridades deban tomar, sirven más o menos conscientemente para crear una atmósfera de intranquilidad y angustia con la que, tal vez, podrían disimularse problemas más acuciantes, males más crónicos que no sólo ponen en peligro la salud individual sino la salud social y, por decirlo con la palabra justa, la salud democrática.
La corrupción política es fruto de una corrupción de la mente y del compadreo partitocrático
El abandono de la sanidad pública responde a las falacias del sofisma de la "libre empresa"
Me permitiré aludir a algunas plagas sociales que se hacen crónicas en nuestra sociedad, y ante las que los ciudadanos están impotentes y, en el peor de los casos, inconscientes. Estas plagas contradicen los ideales de cualquier sociedad saludable, deteriorando los cerebros y los comportamientos.
Tal vez la más importante sea la corrupción política, fruto de una corrupción de la mente, de la conciencia, de la sensibilidad, y del compadreo para defender los intereses, casi siempre oligárquicos, de ciertas degeneraciones en la partitocracia. Eso supone no sólo la impunidad de la desvergüenza sino, lo que es más grave, el deterioro y podredumbre del propio cerebro, de la propia personalidad.
La familiaridad con la mentira de muchos políticos acaba haciéndoles inservibles no sólo como defensores y administradores de lo público sino que daña, también, su salud personal, inhabilitándoles para realizarse en ese tipo humano del hombre bueno, del hombre decente -spoudaios, decían los griegos- que se inventó en los comienzos de la filosofía política. Hay un texto famoso, en esos primeros momentos de la teoría social, que muestra de qué modo el manoseo de la mentira, el oportunismo y la maldad, sobre todo en el administrador de lo público, termina por degenerar su pensamiento, por destruir su "humanidad", por aniquilar su persona.
Más peligrosa que la gripe es la infección que algunos partidos inoculan demagógicamente a sus inocentes partidarios. Claro que muchos de estos partidarios no son tan inocentes, sino que están ellos mismos corrompidos económica o, en el peor de los casos, mentalmente y aplauden, en el aplauso de sus supuestos líderes, sus propias fechorías.
Otra plaga funesta parece ser la de aquellos defensores y administradores de lo público que sacan provecho privado, o benefician, contra los "intereses generales" como paradójicamente decía aquel ministro, a sus clanes oligárquicos, a sus amiguetes o amigantes. Es triste que otros partidos no hagan retumbar semejantes desmanes. ¿Hay intereses comunes en lo peor de la partitocracia?
Tal vez otra plaga sería la extrañeza que expresan algunos prohombres del poder económico o mediático por el hecho de que nos recuperemos más tarde que otros países europeos. Sabemos de sobra que nuestra industria, nuestra investigación, está muy lejos de la francesa y la alemana, por ejemplo. Con avaricia e ignorancia buena parte del llamémosle empresariado, en lugar de crear verdadera riqueza, se ha dedicado a deteriorar el país y sus costas con la más salvaje especulación inmobiliaria. Muchos de estos individuos explican ahora, hipócritamente, que así se creaban puestos de trabajo. ¡Como si alguna vez, salvadas todas las respetables excepciones, hubieran pensado en algo que no fuera su fácil ganancia!
Precisamente el poderío industrial y científico de algunos de los grandes países europeos se debe al cuidado que han tenido en desarrollar una extraordinaria enseñanza pública que daba las mismas oportunidades a todos los ciudadanos -¿no es esa igualdad uno de los ideales de la democracia?- y contra la que, en esos países, no han podido competir las instituciones privadas, animadas, muchas veces, por sectas e ideologías, que se alimentan con las peores formas de irracionalidad, de discriminación, señoritismo y fanatismo. Los que han tenido la suerte de vivir en alguno de estos países descubrieron la libertad, la pasión por el conocimiento, la creatividad, que se ha estimulado en estos centros públicos de enseñanza que, a pesar de tantos cambios, siguen creyendo en la educación como el capital más productivo del progreso social. Progreso que no puede quedar en manos de quienes sacan provecho económico o ideológico de sus "privatizaciones". Estoy convencido de que en los Institutos y Escuelas de Francia, Alemania o Italia, no están sus gobernantes demasiado preocupados en poner un ordenador a mano de cada alumno. Saben que ese útil instrumento es algo totalmente marginal en los ideales de la educación que se cultiva con otras semillas.
Por supuesto que el abandono de la sanidad pública que en algunas comunidades autónomas se está llevando a cabo y que responde a las falacias y errores que arrastra el sofisma mortal de la "libre empresa", pone de manifiesto, con la crisis de estos días, su absoluta impotencia. Crisis cuyas causas reales, que apenas se mencionan ya, barruntamos, y cuyo análisis serviría para mostrar la falsedad de ese llamado liberalismo, que pretende eliminar cualquier control del Estado, para que unas nuevas formas de oligarquías puedan seguir campando por sus respetos, contra el respeto que deben a la sociedad con cuyos manejos se enriquecen.
Hay otras muchas plagas que deberían estudiarse y que la experiencia de cada uno podría aportar. Me referiré a las que arrastra el concepto de "identidad" donde sus catequistas, sin haber pensado en lo que pueda significar esa palabra, defienden la disgregación y desunión cuando hoy, más que nunca, necesita nuestro país formas y planteamientos que nos integren y nos unan dentro de la posible y espléndida diversidad. Quienes pretendieran destruirlo no tendrían sino alimentar la tesis de "divide y destroza". La globalización que hoy tanto y tan vacíamente se predica, la constituye, por muy utópico que pudiera parecer a los defensores de la teoría del "hombrelobo", un concepto de identidad democrática cuyos principios serían, por ejemplo, la justicia, la decencia, la cultura, la solidaridad, la lucha por la igualdad, etcétera, y en la que todos los seres humanos nos identificamos, como son idénticos, desde la estructura corporal que nos sostiene, nuestros pulmones, nuestros estómagos, nuestros corazones.
Mencionaré, de paso, esa plaga de la estupidización colectiva que llevan a cabo algunos medios de comunicación, incluida la ceguera que produce buena parte de los llamados "videojuegos". Ya que se habla tanto de proyectos educativos más o menos "boloñeses", se olvida de que la educación está, sobre todo y por desgracia, no en las escuelas, institutos y universidades, sino en esos medios de comunicación que ciegan y atontan a ciudadanos que merecerían mejor trato.
Por último, sorprende, aunque es comprensible y conveniente, la campaña contra el tabaco, cuando mucho más peligrosa, desde todos los puntos de vista, es la utilización descontrolada de medios de transporte que corrompe el aire público, las posibilidades de vida para los seres humanos y para la naturaleza; y que cada semana, como otras muchas enfermedades, produce más víctimas que la gripe que nos están condimentando para el próximo otoño.
Emilio Lledó es filósofo y escritor.
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