Obama y Europa
El premio Nobel de la Paz Barack Obama es el presidente más europeo que ha tenido nunca Estados Unidos. El premio Nobel de la Paz Barack Obama es el presidente menos europeo que ha tenido nunca Estados Unidos.
Me explicaré. Con su compromiso de justicia social y sanidad universal, y el papel positivo que asigna al Gobierno, el presidente Obama está más próximo a los valores políticos de la Europa contemporánea que todos sus predecesores.
Si se elimina la retórica obligada sobre el excepcionalismo norteamericano, lo que dice sobre la mayoría de los problemas nacionales encajaría cómodamente en el programa de cualquier gran partido europeo. En la sustancia de su política nacional, es casi europeo.
Al premio Nobel de la Paz le gustaría trabajar con una UE más unida, pero no va a hacer nuestro trabajo
EE UU sólo creerá en una política exterior europea común cuando la vea
Ahora bien, en su forma de concebir el mundo, y mucho más en su visión de la propia Europa, no puede ser más diferente. Su mapa mental va de norte a sur, no de este a oeste. Sus raíces están en Kenia y el Medio Oeste estadounidense; sus experiencias de niño las vivió en Indonesia y Hawai.
En sus memorias cuenta cómo, durante una escala en Europa de camino a Kenia, no sintió allí ninguna conexión personal ni emocional. Por su biografía, es la encarnación de una tendencia que los analistas han identificado en abstracto: un giro demográfico, desde mitad de los sesenta, hacia los estadounidenses de origen no europeo, y el debilitamiento de los vínculos históricos y culturales transatlánticos.
Es también el primer presidente lo suficientemente joven como para no haberse visto influido de forma decisiva por la guerra fría, que hizo que los norteamericanos, les gustase o no, se interesaran por el Viejo Continente porque era el teatro central de la rivalidad entre las superpotencias.
Las líneas del frente actuales están en Afganistán, Pakistán, Irán. El socio estratégico y competidor fundamental de Estados Unidos es China. Y la preocupación más personal de Obama en los asuntos internacionales es el desarrollo; es decir, que el norte rico ayude al sur pobre a ayudarse a sí mismo.
Su visión de un mundo desnuclearizado, destacada con una mención especial por el Comité del Premio Nobel, es en cierto sentido un legado de los debates de la guerra fría que han transmitido viejos hombres de Estado como George Shultz y Sam Nunn, pero su interpretación está más relacionada con la situación actual de Irán y Corea del Norte que con la historia de los misiles de crucero y SS-20.
Un momento, dirán ustedes: ¿menos europeo que George W. Bush? ¡Por supuesto que no! Bueno, pues, aunque parezca extraño, sí. Bush, que culturalmente era tanto hijo de la Costa Este como de Tejas y tenía la edad suficiente para haber vivido la influencia de la guerra fría, conservaba una fuerte imagen residual del Occidente transatlántico. Incluso el antieuropeísmo de los neoconservadores era una especie de homenaje a regañadientes al Viejo Continente. Mientras hablaban sin cesar de que Europa estaba islamizándose y era cada vez más irrelevante, senil e impotente, el mismo hecho de que estuvieran obsesionados con ella demostraba que seguía importándoles.
Esta vez es distinto. Desde luego, las grandes potencias europeas siguen siendo, después de China, los elementos más importantes desde el punto de vista operativo para la política exterior estadounidense. Y, a diferencia de China, son todavía las que tienen más probabilidades de estar más o menos en el mismo lado que EE UU, compartir sus intereses y valores y hacer frente conjuntamente a retos comunes en otras partes del mundo. Como me dijo un alto funcionario: pasamos mucho tiempo hablando con gente en Europa sobre lo que deberíamos hacer en Asia; no pasamos suficiente tiempo hablando con gente en Asia sobre lo que deberíamos hacer en Europa.
Sin embargo, la relación de la Administración de Obama con "los europeos" es bastante pragmática, libre de sentimentalismos y realista. Podría resumirse en: ¿qué podéis hacer hoy por nosotros? Respecto a Afganistán. Respecto a Pakistán. Respecto a Irán. Sí, este presidente puede pronunciar emocionantes discursos europeos, en Praga, sobre un mundo desnuclearizado, y en Normandía, en el 65º aniversario del Día D. Pero cuando hablo con altos funcionarios no me da la sensación de que tengan presente una relación de asociación estratégica entre las dos mayores uniones de gente libre y rica del mundo, EE UU y la UE. David Miliband puede evocar el ideal de un G-3 -EE UU, UE, China- en vez de un G-2 -sólo EE UU y China-, pero, en EE UU, la mayoría de la gente no sabría decir de qué está hablando.
Con un sentido pragmático, aceptan a Europa tal como la encuentran. Cuando actúa de forma unida -en comercio y política de competencia-, tratan con ella como una unidad. Cuando no -en el despliegue de soldados a Afganistán, por ejemplo, o incluso en el refuerzo de las sanciones contra Irán-, tratan con 27 gobiernos individuales. Es agotador, pero así están las cosas.
Esta actitud respecto a Europa aúna, a partes iguales, respeto y desprecio. Respeto en la medida en que trata a Europa como un puñado de países adultos y soberanos, que ya no necesitan ni desean la tutela estadounidense. Desprecio en la medida en que es consciente de lo atrasada que está la realidad en relación con la retórica de la unidad europea.
Las autoridades de Washington saben mejor que nadie cómo compiten los líderes europeos por obtener una audiencia con el presidente o la secretaria de Estado; cómo actúan unos a espaldas de otros para conseguir tal contrato, ofrecer tal servicio especial y, en general, acicalarse para ser el perrito preferido. Ya sea Nicolas Sarkozy, que insiste en compartir el escenario con Obama para hacer sus agitados comentarios sobre el descubrimiento de las instalaciones nucleares ocultas de Irán, o un pertinaz David Cameron, desesperado por lograr hacerse una foto con Obama antes de las elecciones británicas, o el ministro de Exteriores de Moldavia que necesita sus cinco minutos con Hillary, el estúpido juego es siempre el mismo. En cuanto a las promesas de que, por fin, Europa va a aclararse las ideas en materia de política exterior si los presidentes polaco y checo firman el Tratado de Lisboa, hasta los más fieles amigos de Europa en Washington suspiran: lo creeremos cuando lo veamos.
He preguntado a un amigo en la Administración si alguien, en este pasillo de poder concreto, había mencionado el sonoro sí irlandés al Tratado de Lisboa. Sonrió. No, nadie. ¿Y por qué van a hacerlo? Esta semana despertaron una pizca de interés las informaciones de que Tony Blair podría convertirse en el denominado presidente de la UE (aquí le admiran mucho todavía). Lo cual me sugiere dos cosas: que las personalidades a las que se escoja como presidente del Consejo Europeo y como alto representante para la Política Exterior y de Seguridad importarán mucho; y que nadie entiende que, para el futuro papel de Europa en el mundo, el segundo de esos dos cargos es en realidad el más importante.
En cualquier caso, Europa no empezará a tener una política exterior real mientras los grandes Estados europeos no lo quieran. Por el momento, Alemania está menos dedicada a sublimarse en una identidad europea que en tiempos de Helmut Kohl. Y el que probablemente será próximo primer ministro de Gran Bretaña, el líder conservador David Cameron, está totalmente en contra de una política exterior europea común.
En conjunto, a la Administración de Obama le gustaría más trabajar con una Europa más unida, sobre todo ahora que los líderes de Gran Bretaña, Alemania y, cosa sorprendente, Francia, son sólidos atlantistas. Entre otras cosas, la vida sería mucho más sencilla. Estaría bien que el presidente le diga algo firme en ese sentido a Cameron, si el dirigente conservador consigue sus 15 minutos con él. Pero, a diferencia de los tiempos de la guerra fría, EE UU no está centrado en Europa y no considera que ayudar a construir una Europa fuerte y unida sea uno de sus intereses vitales. Los europeos quizá sigan pensando que Obama es "uno de los nuestros", y en un sentido lo es, pero en otro no; y, desde luego, no va a hacer nuestro trabajo. Si los europeos queremos aclararnos las ideas, debemos aclararnos las ideas. Si no lo hacemos, Estados Unidos seguirá tratando con nosotros tal como somos, no como pretendemos ser.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos, ocupa la cátedra Isaiah Berlin en St. Antony's College, Oxford, y es profesor titular de la Hoover Institution, Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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