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ANTONIO PÉREZ-RAMOS 'Miles gloriusus'

¿Estará el pensamiento, como los griegos ya sospecharon, condenado a andar y desandar las baldosas de la melancolía? Defender la salud frente a la enfermedad, la dignidad frente al envilecimiento, la aspiración a la verdad frente a la explotación del embuste son tareas recurrentes que ya aburren al que habla y al que escucha. Así, siempre se insistirá en que la Tierra es plana porque alguien medrará con tal creencia, y siempre el pensamiento repetirá cansino que la apariencia engaña, y que es menester educar a los sentidos en otra percepción. El cáncer del nacionalismo es una manifestación obsesiva de tal estado de cosas: mil veces denunciado ayer, mil veces renacido hoy. Y en su maridaje con el militarismo, se cobrará las víctimas rituales que toda mentira política exige para irse convirtiendo en una casi-verdad. ¿Acaso no se aprende a matar por España, como se aprende a matar por Euskadi o Andorra?Y es que entre una vaca zoológica y una vaca metafísica, como la patria, existen diferencias. Para amar a las primeras basta con nuestra humana animalidad, o sea, con nuestra civilidad inmediata. Para creer en las segundas precisamos charangas, baratijas, trapos y artilugios de muerte: necesitamos nuestra adquirida barbarie. Tampoco el gremio de los vaqueros se asemeja al de los universales custodios de la gran vaca metafísica. Éstos se entredecoran con letales lentejuelas y se aferran a la ubre para deglutir prebendas y presupuestos. Tales hombres dominan en toda la Tierra una jerga muy similar a lo largo de los siglos, destinada a silenciar o eliminar a cuantos escépticos amenacen la credulidad o el miedo -los cimientos de su pan, su mercado y su perpetuación.

La retórica militar cubre un amplio diapasón de matices: va desde el exabrupto al enunciado que porta la semilla de su autoinducido cumplimiento (la self-fulfilling prophecy). "Si quieres la paz, prepara la guerra" es uno de los axiomas de tales sectarios. Que esa máxima cargue con milenios de matanzas, que fuera patrimonio de los señores de la guerra en la China arcaica, de los centuriones de Roma, de los secuaces de Clausewitz y de cuantos han hecho de las armas su oficio, semeja no restarle validez en la credulidad pública. Mas el dicho es falaz: no se trata de un dictamen preventivo para anular la atroz agresividad de los hombres. Al contrario, estamos ante el aforismo litúrgico de quienes la organizan a lo grande. La evidencia cansa: ¿puede citarse un solo caso de paz, a escala planetaria y en tiempo histórico, atribuible a tal premisa? Pocos modelos hay de más aberrante razonamiento inductivo: los contraejemplos se enhebran tercamente para sustentar siempre la conclusión opuesta. Otras veces, la arenga belicosa es más explícita: "La mejor defensa es un buen ataque", o "Sólo se puede tratar con el enemigo desde una posición de fuerza". Y los ministerios del amor del globo se copiarán las técnicas de adoctrinamiento en tal interesada verdad: siempre hay un enemigo de la patria, porque giempre hay una patria que defender. Quien lo ponga en duda será, entre otras cosas punibles, un demagogo (como insisten quienes no saben griego y emplean ese vocablo como una interjección). Pero así son los rituales de la patria y del poder: la guerra y los maeroparásitos que la trabajan mienten "al paso alegre de la paz". Es la condición del sacrificio periódico a la gran vaca metafísica, carnívora e insaciable.

Ignoro si estos pensamientos ocuparon a los reventados, flambeantes, mutilados, escarnecidos, accidentados y muertos en los últimos años de servicio militar obligatorio en España. Mas la estadística que arranca del bazo troceado al recluta en junio de 1984 -caso aislado de viril puntapié-, al penúltimo suicida de mañana, parece preocupar a los administradores de ese inservible servicio. Quizá el movimiento de objetores y el clamor de las encuestas ("perdemos el tiempo", "tres meses bastan") son acicate al reformismo del señor Serra. Así, el ministro hace comparsa televisiva con La Trinca, o vindica el valor ecológico de los campos de tiro. Por locuacidad, que no quede: ¿no ven cómo soy juglar graciosillo y culto? Nada de militarismo antañón: dos muertos semanales no son una catástrofe demográfica; casi todos los heridos acaban curándose, y aquí estoy yo para explicar la autoridad moral de un nuevo portaviones y la compra de esos aviones de combate de todo punto imprescindibles. El esperpento es patético, cierto; mas tal es el lenguaje que arropa hoy una ideología muy vieja y dañina. Ése es el lenguaje que sigue ocultando el corazón del asunto: la indiscutida existencia de la conscripcion obligatoria. ¿No está ahí el pueblo, que siempre lavio y la aguantó? En la atomizada España de 1988, puede calcular el ministro, son visibles los frutos de una amnesia histórica más. Las 250.000 firmas que en la despoblada y atrasada España de 1869 reclamaban la abolición de las quintas forzosas como "afrenta a la dignidad humana" no parecen previsibles hoy, en el esplendor de la modernización y la morafización pública. Y poco puede aclararse sobre el discurso de la guerra y de los guerreros si no se empieza por ahí: explicando al acuartelado forzoso el porqué de su secuestro legal. Mas eso no puede hacerlo nadie sin recurrir a esas mentiras inventadas para imponer silencio: por ejemplo, que "el pueblo en armas" es la mejor garantía contra la tentación cesarista de los siempre armados. No. El único remedio para tanto mal está en su desaparición: abolir la conscripción y no remedarla con objeciones de conciencia que siempre serán, por su mismo planteamiento, lo excepcional y lo adjetivo. La cultura de la paz empieza en la paz, cuyo aprendizaje nunca pasó por los cuarteles.

Pero... "es imposible abolir la esclavitud", clamaban los poseedores de esclavos y plantaciones en la antigüedad y la modernidad cercana. ¿Cómo se mantendrá la función económica y la reglamentación social si, al decir de Aristóteles, careciéramos de máquinas vivas? "Un pueblo de descreídos es una jauría de fieras: ¿cómo prestará juramento a su príncipe quien no tema a Dios?", argüían teóricos de varia observancia para defender su concepción del poder y el súbdito. Mas tal justificación de la adscripción comunitaria, económica o política nos resulta hoy tan inaceptable como repugnante el sufrimiento generado por la esclavitud o la persecución religiosa. Fue cierta tensión vertical del pensar la que posibilitó que algo postulado como modélico (por privilegiar unas escasas variables de racionalidad y bondad y anular otras de brutalidad y ceguera) fuese cumplido entre los hombres. Por eso, las policías del espíritu siempre sacramentarán el fetichismo de los hechos. La dimensión utópica del pensamiento no es, como suelen repetir los que al interés propio unen el cinismo del poder, un juego baladí. El pesimismo antropológico, el contar con el mal, es una parte de la radicalidad pensante. Será silenciada, pero resurge siempre que los hombres encienden su pira de iniquidad y barbarie. La inercia institucional, el conformismo social, la frivolidad cosificada: he ahí el verdadero juego de maldad y muerte. La utopía de la paz comienza, sí, en otro mundo (el de la marginación), pero es de este mundo y se dirige a él con la terquedad de los desarmados. Esa monstruosidad nueva en la historia, el servicio militar obligatorio como corolario de otra monstruosidad, el ejército moderno, sufrirá quizá la misma suerte que aquellas prácticas hoy abandonadas. Así será cuando los pueblos se desembaracen de su alienación nacionalista y se perciban como comunidades de hombres y mujeres libres, no como hijos de un animal tótem. Quienes, conociéndose bien, instruyen a otros que nunca se han conocido para que algún día se entredegüellen en el tabernáculo de las grandes vacas metafísicas se encontrarán entonces con un grave problema de abastecimiento: cada vez serán menos los que deseen sufrir la degradación cuartelera de la humanidad en armas. Sobre los millones de reclutas mecanizados hacia la tumba común, escribió el poeta W. Auden en 1939: "Who will speak for the dumb?" ("¿Quién hablará por los mudos?").

es doctor en filosofía por la universidad de Cambridge. Su obra Francis Bacons idea of science and the makers's knowledge tradition ha sido publicada recientemente en Oxford.

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