Luz entre tinieblas
He visitado Auschwitz en varias ocasiones, y no porque espere encontrar nada nuevo en ese espacio de muerte. Tampoco por masoquismo. Simplemente, me resulta imposible disfrutar de la ciudad de Cracovia, cada vez más hermosa, sin acercarme a su antítesis desde el punto de vista humano, ese lugar creado a pocos kilómetros de distancia, precisamente para exterminar a aquellos que tuvieron la desgracia de ser designados como chivos expiatorios del imperialismo hitleriano. En las fotografías tomadas por las SS de quienes están a punto de ser gaseados, tenemos el contrapunto del retrato más sutil de Leonardo, La dama del armiño, conservado en el Museo Czartoryski de la antigua capital de Polonia. Tanto el horror como la belleza forman parte de la historia, y el conocimiento de ambos resulta imprescindible si aspiramos a construir la vida humana sobre la base de la libertad.
En el límite, frente a los lager y al gulag, frente al camboyano Tuol Sleng y a los cientos de lugares de destrucción del hombre que pueblan nuestro pasado reciente, de Villa Marista a Guantánamo, y también a Gaza y Beirut, la única salida consiste en una actitud permanente de seguimiento y de denuncia. Nadie pudo detener los fusilamientos del 3 de mayo en Madrid, un episodio en que tanto por la organización racional de la muerte como por la deshumanización de la masa de víctimas, se encuentra prefigurado el escenario de los campos nazis. Queda el último recurso: la linterna, emblema de la razón, iluminando la escena, grabándola de modo indeleble en la conciencia de los hombres. Tal es en buena medida el papel de la historia, y para reconocer su importancia basta con evocar el vuelco dado a la historia del colonialismo por una amplia bibliografía, con el "libro negro" de Max Ferro y el Imperio de Niall Ferguson entre sus últimos hitos. Sin olvidar documentales cinematográficos, ejemplo el Río Congo del belga Thierry Michel, que en su recorrido remontando el eje fluvial ofrece al espectador el panorama de desolación causado por un sistema colonial depredador y su heredero Mobutu. Como en el dibujo de Goya, la luz surge de las tinieblas.
Ahora bien, el ejemplo de Cracovia-Auschwitz muestra que la tarea de esclarecimiento encuentra siempre obstáculos. A pesar de la impresionante difusión del filme de Spielberg y de obras documentales de gran calidad, como la de Lawrence Rees, en la guía de Cracovia editada el pasado año y que es la única en venta por la oficina local de turismo, las referencias a lo ocurrido en Auschwitz y en el barrio judío de la ciudad, Kazimierz, son sorprendentes por la voluntad manifiesta de reducir la significación del holocausto. "Durante la ocupación alemana -se nos informa acerca del primero-, se convirtió en lugar de muerte de los hombres de todas las naciones encerrados en el campo de concentración". Subrayado nuestro. "El desarrollo de la cultura judía en Kazimierz fue sofocado por la Segunda Guerra Mundial", se dice del barrio, aun cuando en este punto haya menciones sueltas al holocausto y a Spielberg. El débil reconocimiento de lo ocurrido, y de los sujetos activos y pasivos del genocidio afecta al propio campo de Auschwitz. La suerte de contar con un buen guía en la visita me permitió entender algo que siempre me había intrigado. Al pie del monumento conmemorativo de la matanza, entre los dos crematorios volados por los nazis a última hora y bajo la chimenea de piedra que preside la escultura, había una inscripción en polaco bajo un escudo con dos espadas y en la inscripción de la lápida destacaba una alusión a Grunvald, la batalla medieval en que los polacos vencieron a los prusianos, una especie de Las Navas de Tolosa que en el último siglo se ha convertido en emblema del nacionalismo polaco más reaccionario. La traducción del guía me lo confirmó: en pleno auge del comunismo nacionalista y antisemita, en 1967, no se les había ocurrido a los gobernantes estalinianos nada mejor que sepultar el holocausto bajo un canto a los héroes de Polonia.
La transición democrática no mejoró las cosas, siempre en detrimento de la memoria judía. Al lado del campo fue construido un convento de carmelitas, con madre superiora antisemita incluida, y la visita del Papa Wojtyla en 1989 sirvió para colocar una gran cruz, que al provocar protestas resultó envuelta en un bosque de cruces menores, hoy desaparecidas. La católica Polonia debía presidir la lista de naciones que sufrieron la persecución nazi, con los judíos privados de todo protagonismo. Muchos polacos ayudaron a los judíos en tiempos del nazismo, pero fueron más los adeptos del antisemitismo, hasta el punto de registrarse pogromos después de 1945. Incluso un cineasta tan sensible al tema de la persecución judía, como Andrzej Wajda en Paisaje después de una batalla y en Korczak, no dejó de ofrecer la visión caricaturesca del judío torpe y avaro en La tierra de la gran promesa.
La incomprensión dura hasta hoy en esa Polonia donde surgen los últimos defensores del franquismo, a pesar de que un mínimo ejercicio de ponderación hubiera mostrado la per
-fecta compatibilidad entre el respeto a los casi cien mil polacos asesinados en Auschwitz y el reconocimiento de que el millón de judíos exterminados lo fueron en el marco de un plan de eliminación definitiva de la raza judía. Ninguna de las dos partes puede ser olvidada, ni sumergida en la referencia general a unas naciones sin nombre, y la memoria ha de construirse teniendo en cuenta la jerarquía que trágicamente pone en primer plano el exterminio de los judíos europeos.
Estas consideraciones pueden ser aplicadas perfectamente a la conmemoración ahora en curso entre nosotros de la guerra civil y de la Segunda República. Resulta lógico que en una democracia restaurada el quinquenio republicano sea rescatado como principal antecedente y que sean realizados los esfuerzos necesarios para que no caiga en olvido la dictadura franquista, en un primer paso para su rehabilitación. Conviene insistir una y otra vez en que la crisis española no es un fenómeno aislado en una Europa presidida por el ascenso de los fascismos, y los consiguientes preliminares de la Segunda Guerra Mundial. También recordar el gran esfuerzo reformador del primer bienio, así como la intensa participación de los intelectuales que adquieren un peso creciente desde su entrada en escena a fines del siglo XIX. De ahí a una visión idealizada hay sólo un paso que no conviene franquear. La República sufrió un prolongado proceso de damnatio memoriae, de destrucción de la memoria bajo el franquismo, mantenido por razones tácticas durante la transición, y ahora corre el riesgo de que entre en juego una construcción oficial de la memoria, selectiva y tal vez manipuladora, con realces y supresiones, en el lugar que debiera ocupar por sí sola la historia elaborada por los investigadores. Las deformaciones propias de esa fábrica de la memoria pueden ya vislumbrarse, por ejemplo en la imagen del socialismo, con la permanente exaltación de un hombre de gran valor moral, pero mediocre como político, Julián Besteiro, al que ahora se suma en el vértice Juan Negrín, mientras sigue en la sombra Indalecio Prieto.
Hacen falta análisis y, a la hora de conjugarlos, ponderación. Tal y como hubiera sido preciso al forjar la memoria de Auschwitz, entre polacos y judíos. El desequilibrio va a parar al fraude. No resulta lícito evocar el holocausto en La lista de Schindler y dar una visión dulce del militarismo japonés en El imperio del sol. Tampoco desde una perspectiva de gobernante conferir una importancia capital a un antepasado que Franco hiciera matar y olvidar el genocidio armenio al crear lazos con Turquía. Este criterio es de particular aplicación al tema de las víctimas de la guerra civil. La necesaria recuperación de la terrible imagen de los miles y miles de fusilamientos de republicanos por los sublevados ha hecho posible una reevaluación del régimen de Franco como dictadura homicida, lejos del "autoritarismo" patentado por Juan Linz. Pero ha llegado el tiempo de integrar la imagen de la otra represión, sin disneylandias revolucionarias a lo Tierra y libertad, reconociendo la oposición a esas muertes y la denuncia de figuras del republicanismo, de Azaña a Juan Peiró, pero también sin olvidar que los datos de Ian Gibson y la documentación de Moscú sugieren que Paracuellos lleva la imagen de marca leninista y con toda probabilidad, la responsabilidad del mandamás de la Internacional Comunista en España, el ítalo-argentino Victorio Codovila. Es la otra cara de la defensa de Madrid y de las Brigadas Internacionales. Para un demócrata de hoy, esos muertos deben ser también nuestros muertos.
En definitiva, tal exigencia concierne asimismo al tema inmediato de las víctimas del terrorismo en el País Vasco. El reconocimiento de su tragedia, del dolor de sus familiares, las compensaciones económicas, el deber moral de darles voz en el proceso de paz, son cosas importantes, pero todo ello será insuficiente si en la sociedad vasca no queda fijado, de la historia a la memoria, el conjunto de causas y de responsabilidades que convirtieron en criminales a tantos jóvenes nacionalistas. Y de paso que convirtieron en más de una ocasión al Estado en organizador de su propio terrorismo. Tarea imposible, se dirá, subordinada al prioritario logro de "la paz". Sin abordarla, no obstante, el objetivo de reconciliación efectiva entre los vascos mal puede ser alcanzado, con la perspectiva de una historia interminable de recelos y enfrentamientos, al modo de los que aún hoy separan a judíos y a polacos.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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