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DON DE GENTES
Columna
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Hermanos, hermanas

Los hermanos... Los hermanos Lumière, los hermanos Almodóvar, los hermanos Karamazov, los hermanos Calatrava, las tres hermanas de Chéjov, los hermanos Pinzón, los hermanos rarunos de El turista accidental, el hermano que llevó a Alfonso Guerra a comparecer en el Congreso, el hermano peculiar de Federico Trillo, las Andrew Sisters, las hermanas Gilda, las hermanas Brontë, los hermanos Lindo (¡estos son los míos!), los Trueba, los hermanos Mala Sombra, los Dalton, las hermanas Brown, los hermanos musulmanes, los gemelos de María Dolores Pradera, los hermanos de Manolo Escobar, los hermanos Marx, los Warner Brothers, las hermanas siniestras de Qué fue de Baby Jane, los Gutiérrez Caba, los hermanos Machado, los Álvarez Quintero, Ira y George Gershwin, siete novias para siete hermanos, los hermanos Wright, los Kennedy, Henry James y William James, las hermanas de Mujercitas, Azúcar Moreno, Rocco y sus hermanos, Caín y Abel, Hanna y sus hermanas, los hermanos Primo de Rivera, los Morancos, Emma Penella, Terele Pávez y Elisa Montes (ninguna llevó el apellido de su padre, Ruiz Alonso, el diputado derechista que detuvo a García Lorca en la casa de los hermanos Rosales), los hermanos Rosales, los hermanos Glass de Salinger, los hermanos Cohen, los hermanos Franco, los hermanos García Lorca, Pili y Mili, los Ozores, los payasos de la tele, los hermanos Mann, los Baldwin, los hermanos Grimm, Rómulo y Remo, los Jackson Five, los Bee Gees, Manolito y el Imbécil, los hermanos de Rain Man, los hermanos Corleone, Hansel y Gretel, Hernández y Fernández. Podría seguir, pero tendría que mirar en Google y el mérito de esta lista es que está hecha en un rapto de memoria (y de inspiración).

El puesto que uno ocupa en la casa, con hermanos o como hijo único, determina nuestra forma de actuar Es muy complicado tratar de explicar a un extraño la naturaleza de la relación con nuestros hermanos

Bien, el largo etcétera me lo añaden ustedes. Lo hay. Los psicoanalistas se han ganado la vida analizando las relaciones paterno-filiales, con los edipos y los matar-al-padre, y resulta que tanto la vieja sabiduría popular como las últimas investigaciones en la biología del comportamiento sostienen que el puesto que uno ocupa en la casa, con hermanos o como hijo único, determina de manera importante nuestra forma de actuar. ¿O es que no lo sabemos? Nada hay más complicado que tratar de explicar a un extraño cuál es la naturaleza de la relación con nuestros hermanos. Son relaciones establecidas en la niñez que no saben salir de ella, que se estancan tozudamente y es casi imposible reconducir al terreno de la razón: todo es emocional. Ese es el motivo por el que siempre nos atrae observar a las personas que amamos dentro del terreno familiar: es ahí donde los encontramos desarmados, expuestos a revivir situaciones del pasado una vez y otra.

Nos atraen los hermanos reales, los que jamás han podido separarse y han unido sus vidas en un negocio prosaico o en la composición de una música extraordinaria, como la de los Gershwin. Nos atraen los hermanos inventores. Los que decidieron seguir siendo niños chicos de por vida, como los Marx. Los hermanos que se unen en el horterismo. Las hermanas sublimes, de talento excepcional, como las Brontë. Nos atrae leer una historia de hermanos tan maniáticos como aquellos que aparecían en El turista accidental (película y novela merecen la pena), porque nos consuelan de la rareza propia. O adentrarnos en el espíritu de un dreadful middle child, como se le llama en inglés al problemático hermano mediano, que vive atormentado por la sombra del mayor y por los celos que le tiene al pequeño. Nos buscamos de manera incesante en las recreaciones familiares de la ficción. Al ver, por ejemplo, un título como el que tengo entre mis manos, Las hermanas Bunner, me rindo sin remedio a su lectura. Gracias a la laboriosidad de las editoriales independientes podemos acceder a títulos fuera de toda novedad o moda, que de pronto se convierten en hallazgos felices. Conocía a su autora, Edith Wharton, por La edad de la inocencia, pero no por estas hermanas que ponen una humilde mercería en la calle de Stuyvesant de Manhattan y dedican la vida a su pequeño negocio hasta que aparece en la vida de las dos un hombre. La hermana mayor favorece y provoca el noviazgo de ese individuo con la pequeña, lo que implica su propia renuncia al matrimonio. Cuando las novelistas no se veían forzadas a dibujar por sistema mujeres fuertes, independientes, valerosas, podían crear personajes como esa mujer, Ann Eliza, que basa su vida en la abnegación y el sacrificio por un ser querido. Equivocada o no, ella decide soberanamente ser en esta vida un personaje secundario.

Por suerte, la autora entra en el corazón de esta mujer solitaria y nos hace comprender por qué alguien decide quedarse en un segundo lugar para disfrutar la humilde satisfacción de la felicidad ajena. No sabía nada de estas hermanas Bunner, pero se me colaron en el sueño dos noches seguidas. Las sentí claramente. Por momentos, yo era la pequeña, la decidida, la que quiere casarse y conocer un mundo fuera de su negocio; otras veces me veía como la mayor, la que siempre estará ahí, de guardia ante un posible fracaso de su protegida. El librillo, ligero de tamaño e intenso de emoción, se me quedaba dulcemente sobre el pecho, sin ese susto que nos dan los novelones cuando nos golpean la cabeza al quedarnos dormidos. -

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