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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

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El primer bien de un país es su población. Y la población depende cada vez menos del lugar de nacimiento. España acaba de dar un gran salto en su cifra de habitantes gracias a quienes han traspasado nuestras fronteras. Según el análisis de los expertos, se han ganado 1,2 millones de residentes entre 1998 y 2000 debido sobre todo a la inmigración. Sólo en el último año del siglo XX se han registrado 617.000 habitantes más, el mayor aumento en tres décadas. Este crecimiento quiebra la anterior tendencia al estancamiento. Pero también supone una señal sobre la baja natalidad, por una parte, y la política de extranjería, por otra.

Somos más gracias a los demás. La natalidad ha descendido en picado desde 1976 hasta 1999. A partir de ese último año ha crecido ligeramente, hasta 1,23 hijos por mujer en edad fértil, pero está muy lejos de la tasa de reposición: 2,1. Las inmigrantes tienen casi el doble de hijos que las españolas. El 20% de éstas tendrían más hijos si tuvieran más recursos.

A esta situación de baja natalidad se suma una mayor longevidad. En consecuencia, la población envejece. Frente a ese panorama, el Gobierno se ha limitado a ofrecer un Plan Integral de Apoyo a la Familia con 50 medidas, pero sin ningún presupuesto asignado. Además, la falta de recursos sociales para la asistencia a los mayores es una cruda realidad que sufren a diario miles de españoles.

En esta España que envejece, la inmigración cae como agua de mayo. Pero esa lluvia necesita un terreno abonado para la integración social. Y ésa pasa por lograr los ansiados papeles. El simple cotejo entre los datos oficiales de inmigrantes regulares y el cálculo de extranjeros empadronados hecho por los demógrafos abre un abismo entre la estadística y la realidad. Una grieta que es la mejor puerta para la explotación laboral cuando, además, arrecia la crisis económica.

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