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Gaza, abandonada

Gracias a la última gira de la secretaria de Estado Condoleezza Rice por Oriente Próximo, las buenas noticias se acumulan: el proceso de paz palestino-israelí vuelve a estar sobre el tapete y una verdadera lluvia de dólares caerá sobre la región. En buena lógica, los pueblos de la misma deberían frotarse las manos. No obstante, fuera de la clase política israelí mimada por Washington y de las teocracias e inamovibles dirigentes árabes de la zona, nadie se las frota. Las exorbitantes sumas de dinero anunciadas -de un total de 46.000 millones de euros- no van a emplearse para paliar la insoportable miseria de las víctimas de las guerras que asuelan la zona ni para promover la transparencia democrática: su destino es la compra de armas en un área ya cargada de ellas. Si el reparto de esta jauja armamentística (22.000 millones para Israel, 14.630 para los saudíes y emiratos del Golfo, y 9.500 para el Egipto de Mubarek) muestra con nitidez la escala de prioridades de la Casa Blanca, las principales beneficiarias son con todo las grandes compañías estadounidenses especializadas en la fabricación de nuevos modelos de armas y de avanzados sistemas de defensa, compañías todas ellas muy próximas del entorno presidencial.

La presunta seguridad de Estados Unidos en su guerra sin límites de espacio ni de tiempo contra el terrorismo yihadista sirve en verdad de pantalla a lo que algunos comentaristas de The New York Times denominan "negocios suculentos". Nunca la política unilateralista de la superpotencia mundial había llegado a tal extremo de locura y desfachatez. Aun a sabiendas del verdadero polvorín de la región y del desastre irremediable de Irak, los intereses de los grandes consorcios prevalecen sobre el derecho a la vida, paz y dignidad de millones de personas.

Atrás quedan los tiempos en los que se hablaba de la reconstrucción y democracia en Irak, de un nuevo Plan Marshall para Oriente Próximo, de una solución justa del llamado eufemísticamente "problema palestino" (como si el problema fueran los palestinos sometidos a una ocupación brutal e ilegal y no quienes, al margen de la ley internacional, violan a diario las normas más elementales del derecho con la impunidad que todos sabemos). Desarticulado el Eje del Mal con la caída de Sadam Husein, los nuevos enemigos a quienes Bush apunta con el dedo componen una amalgama que mezcla capachos con berzas: los insurgentes suníes de Irak, las milicias de Moqtada Sadr, Hamás, Hezbolá y las mortíferas y proliferantes células de Al Qaeda, además del Irán de los ayatolás y la dinastía republicana de los Asad. Las realidades del cruel rompecabezas libanés y de la indefendible opresión de los palestinos son evacuadas en nombre de una confrontación primaria entre malos y buenos propia de un videojuego: de un lado, los israelíes y árabes "moderados" (por muy implacables que se muestren con sus propios pueblos); por otro, el inquietante Irán de Ahmedinayad, Siria y sus aliados libaneses y palestinos.

Dentro de esta nueva visión -las visiones del actual presidente norteamericano, dignas de las humildes pastorcillas de Fátima, suelen conducir directamente al desastre-, Mahmud Abbas se convierte en socio fiable tras dos años y medio de ninguneo. Si, en palabras de Sharon, Arafat era el Bin Laden de Israel, y la tan traída y llevada Hoja de Ruta, letra muerta, con la llegada al poder de sus sucesores las cosas siguieron como antes, al menos hasta las elecciones palestinas del pasado mes de enero. La victoria indiscutible de Hamás en éstas, tanto en Gaza como en Cisjordania, rompió las reglas del juego. Los palestinos votaron "mal" y deben por ello apechar con las consecuencias. En un mini-Estado en proceso de disolución, la Autoridad Nacional Palestina se enfrenta hoy a una pérdida de legitimidad que pone en peligro su propia existencia.

Si ello conforta en el empeño en desestructurar a la sociedad civil palestina, conforme a la política de cuanto peor mejor, de los sectores ultrarreligiosos y ultranacionalistas israelíes, los sectores más aperturistas de Tel Aviv y sus padrinos norteamericanos comenzaron a alarmarse. Sordos a las ofertas de negociación del nuevo Gobierno y a los acuerdos de La Meca entre éste y Al Fatah, bajo la égida del monarca saudí, optaron por armar a través de la frontera egipcia con Gaza a la guardia presidencial y a la odiada Seguridad Preventiva de personajes tan turbios como Mohamed Dahlan. Pese a ello, después de una serie de luchas despiadadas entre las dos facciones rivales -palestinos matando a palestinos, ante la no disimulada satisfacción del ocupante-, lo acaecido en el mes de junio en Gaza sorprendió tan sólo a quienes desconocen la infinita desesperación de los habitantes de la Franja. Los mandos de la OLP y cabecillas de Al Fatah desertaron de sus puestos y huyeron a Egipto dejando al territorio y su millón y medio de habitantes en manos de Hamás.

Cabía esperar, ingenuamente, es verdad, que a la luz de lo ocurrido, Estados Unidos y el llamado Cuarteto tomarían buena nota de ello a fin de no reincidir en el doble yerro ético y estratégico. El viaje de Condoleezza Rice al Oriente Próximo podría haber iniciado la singladu-

ra de un nuevo curso: la imposición a Israel de una política conforme a sus intereses a largo plazo y su integración en un vasto conjunto regional. Pero todo se redujo a la antedicha, substanciosa, venta de armas y a palabras hueras a la tambaleante Autoridad Nacional Palestina. ¡Con una perspicacia y generosidad dignas de su jefe, Rice anunció, junto a los 46.000 millones de euros destinados a la defensa de Israel y de las petromonarquías árabes de aquella zona, ¡"una primera transferencia de 58,6 millones de euros para que Abbas reforme los organismos de seguridad"! En otras palabras: el alpiste del canario para que se mezca sin temor en su escasamente dorada jaula.

Para quien conozca de visu la asfixia de Gaza, el resultado electoral de enero y lo sucedido en junio venían cantados. La brutalidad sin límites del asedio israelí y la humillación constante a la que viven sometidos sus habitantes son hoy las mismas que hace veinte años, cuando con un equipo de TVE filmamos la primera Intifada: un rodaje difícil, casi imposible, por las constantes trabas del mando militar y la desconfianza de los apriscados en sus guetos (los servicios de seguridad israelíes acudían a veces a éstos disfrazados de periodistas y detenían de pronto a quienes creían exponer a los medios de comunicación extranjeros los desafueros de la colonización). Tras la firma de los acuerdos de Oslo, el "Versalles palestino" en palabras de Edward Said, el ocupante había abandonado el 57% del minúsculo territorio de la Franja (el resto correspondía a las colonias, a veces casi deshabitadas, implantadas en ella), y, en medio de un océano de chabolas erizadas de antenas, florecían las villas lujosas, de un lujo de mal gusto y casi grotesco, de los "tunecinos", esto es, de los dirigentes de la OLP que acompañaron a Arafat en su forzado exilio norteafricano. El malestar, por no decir la indignación, de los palestinos de a pie se palpaba en el ambiente y fue el caldo de cultivo del paulatino arraigo de Hamás y de la minoritaria Yihad Islámica, arraigo favorecido en sus inicios por Israel para fastidiar a Arafat. Frente al nepotismo y corrupción de la Autoridad Nacional Palestina, la organización islamista empezó a tejer sus redes asociativas de ayuda a los más necesitados.

En mi serie de reportajes titulada "Ni guerra ni paz" (EL PAÍS, del 12 al 17-2-95) incluí algunas entrevistas: una, a un líder de Hamás, blanco años más tarde de los asesinatos selectivos de los misiles israelíes, y otras a personalidades civiles ligadas a Amnistía Internacional. Los hechos que denunciaban y la indiferencia de la comunidad internacional ante los mismos producían sonrojo. "Mire a los muchachos hacinados en los guetos", me dijo el representante de la Media Luna Roja, "en el sitio del corazón tienen una bomba". La breve visita posterior con los miembros del Parlamento Internacional de Escritores confirmó mis desoladoras impresiones: la disgregación de las estructuras políticas y sociales de la Franja avanzaban y el islamismo pragmático de Hamás era la única fuerza capaz de aglutinarlas. La "valiente" evacuación unilateral del territorio por Ariel Sharon no produjo mejora alguna para sus habitantes. Gaza es hoy un gueto bloqueado por tierra, mar y aire, y sujeto a unas condiciones de existencia inhumanas por el "delito" de haber votado "mal".

Si el cinismo de la política norteamericana, tan propensa a pactar con tiranos favorables a sus intereses y a castigar a quienes eligen democráticamente a líderes contrarios a éstos no nos descubre nada, la sumisión a la misma del Cuarteto, la Unión Europea y los Estados árabes supuestamente pro-occidentales, nos hacen sentir, con mayor fuerza que antes, vergüenza ajena. El millón y medio de personas atrapadas en un agujero en el que se hunden sin remedio no pueden sino soñar en el "martirio" que predica Al Qaeda. Como escribe el periodista israelí Gideon Levy, citado por Alain Gresh en un excelente artículo publicado el pasado mes de julio en Le Monde Diplomatique, "estos jóvenes que hemos visto matarse cruelmente entre sí son los hijos de la primera Intifada. La mayoría de ellos no ha salido nunca de Gaza. Han asistido durante años a las injurias y palizas recibidas por sus hermanos mayores, al encierro de sus padres en la propia casa, sin trabajo ni esperanza. Toda su vida ha transcurrido a la sombra de la violencia israelí". Ésta es la cruda verdad. ¡Lástima que las agencias promotoras de lujosos cruceros por las costas mediterráneas no programen una visita guiada por los basurales y alambradas de la Franja! Estoy seguro de que esta escala dejaría "un recuerdo imborrable" en su clientela selecta de acuerdo a lo anunciado en sus hermosos folletos de propaganda.

Juan Goytisolo es escritor.

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