Europa y la revolución democrática árabe
La historia late con intensidad en el norte de África, para pasmo y temor del 'establishment' europeo. Unas juventudes urbanas conectadas por Internet luchan por el fin inmediato del despotismo y la corrupción
En el norte de África la historia late en estos momentos con intensidad. La chispa de la inmolación del joven tunecino Mohamed Bouazizi ha prendido en el secarral de paro, autoritarismo y corrupción que se extiende desde el Atlántico al mar Rojo. Las llamas de la protesta juvenil ya han abrasado al dictador tunecino Ben Ali y chamuscan esta semana a su colega egipcio Mubarak. Decenas de miles de personas salieron ayer de nuevo a las calles de El Cairo y otras ciudades para exigir el fin de una autocracia que se prolonga desde hace tres décadas y que pretende perpetuarse desvergonzadamente en la figura de Gamal, el hijo del actual rais, del faraón Mubarak. Desde el balcón septentrional del Mediterráneo, Europa contempla este fuego liberador con estupor y aprensión.
Obama afina mucho más. Califica de "legítimas" las luchas democráticas de Túnez y Egipto
A la 'realpolitik' europea se le escapan los profundos cambios de los últimos tiempos
Al decir Europa me refiero a su establishment. Sin duda, somos muchos los europeos abochornados por el silencio de nuestros Gobiernos ante movimientos democráticos que podemos ver en vivo y en directo en cadenas de televisión como Al Jazeera, que podemos seguir, y compartir con sus protagonistas, en Twitter y Facebook y que solo cabe saludar con alborozo. No pocos ciudadanos de París, Londres, Berlín, Barcelona, Madrid, Lisboa o Roma compartimos incluso esa sensación que tienen tantos norteafricanos de que Europa ha terminado por convertirse en un obstáculo a la llegada de las libertades al Magreb y el valle del Nilo.
En el mejor de los casos, la política oficial europea hacia los países norteafricanos ha consistido en ofrecerles ayuda económica y acuerdos comerciales para ver si así se desarrollaban allí clases medias que permitieran algún día una mayor convergencia entre ambas riberas del Mediterráneo. En el peor, ha hecho la vista gorda ante las violaciones de los derechos humanos y las corrupciones de los regímenes con tal de que garantizaran el suministro de gas y petróleo, los que lo tienen como Libia y Argelia, y, en todos los casos, controlaran los flujos migratorios y machacaran a los islamistas.
En privado, los responsables políticos europeos más honestos reconocen que las cláusulas formales vinculando ayudas y acuerdos al desarrollo de los derechos humanos en esos países nunca han sido aplicadas. Los europeos jamás se han plantado, jamás han levantado la voz ante un Ben Ali o un Mubarak, por citar solo a los autócratas protagonistas a su pesar de este mes de enero.
Por obvias, no vale la pena hablar de las contradicciones de semejante realpolitik con los principios y valores de la Europa contemporánea, la que se dice heredera de la Ilustración, la Revolución de 1789 y la reconciliación franco-alemana. Menos evidente, pero no por ello menos cierto, es el hecho de que esa actitud no es tan realista como pretende. Parte de un peligroso despropósito: el inmovilismo de los regímenes norteafricanos, su enroque en el autoritarismo y la cleptocracia, no hace sino incrementar la frustración e indignación de sus pueblos, alimentando tanto las pulsiones migratorias como el extremismo político.
Pero hay más: la visión oficial europea ignora los profundos cambios registrados en el norte de África en los últimos tiempos. Para empezar, la emergencia de juventudes urbanas con estudios primarios, secundarios y hasta universitarios, y con acceso al mundo vía la televisión por satélite e Internet. Y así vemos estos días cómo en Túnez y Egipto decenas de millares de chavales reclaman que se les trate con dignidad y se les permitan las libertades básicas existentes en Europa y América. Volvieron a repetirlo ayer los manifestantes de El Cairo a cualquier periodista occidental que les ofreciera un micrófono.
Para sorpresa de muchos, los manifestantes de Túnez y Egipto no piden Gobiernos teocráticos; los temidos islamistas están inicialmente ausentes de sus protestas. Y es este otro elemento que cabría analizar a fondo: la probabilidad de que haya comenzado el reflujo de la marea islamista iniciada en los setenta y ochenta del pasado siglo con la revolución iraní del ayatolá Jomeini y el asesinato del rais egipcio Sadat. La vida es móvil, lo que sube baja, el análisis de ayer puede no servir para hoy.
El temeroso pasmo europeo ante las revueltas de Túnez y Egipto contrasta con una más afinada actitud norteamericana. Obama en persona ensalzó el martes la lucha tunecina por la libertad, y, el miércoles, su Administración, pese a que Egipto es para Estados Unidos clave en la seguridad de Israel, instó a Mubarak a ser "receptivo" ante las "necesidades legítimas" de su pueblo y subrayó su apoyo a los "derechos universales de libertad de expresión, asociación y reunión".
No sería de extrañar que los jóvenes norteafricanos, como en su tiempo ocurrió en Europa del Este, terminen viendo en Estados Unidos -el de Obama y su discurso de El Cairo; no el de Bush y la guerra de Irak- un amigo democrático algo más creíble que el representado por la Vieja Europa. Al fin y al cabo, hace tiempo que Washington terminó por permitir que la democracia se desarrollara en su patio trasero latinoamericano.
Los sucesos de este enero han confirmado que los jóvenes tunecinos, aunque desorganizados y carentes de un claro liderazgo, no iban a conformarse con la salida de Ben Ali y su familia. La revolución del jazmín y de la sangre ha proseguido y ha conseguido ir arrancando la amnistía, el regreso de los exiliados, la legalización de todos los partidos y la deslegitimación del régimen de Ben Ali y sus principales cabecillas. Con una actitud europea comprometida a fondo, esa que aún no hemos visto, los tunecinos bien podrían terminar convirtiendo a su pequeño país en la primera democracia norteafricana. Sería un hecho venturoso no solo para la libertad, sino también para la seguridad en toda la cuenca mediterránea.
Sumado al ya existente ejemplo de Turquía, Túnez desmontaría así el estereotipo que proclama la incompatibilidad sustancial entre lo árabe y/o el islam y la democracia, tan estúpido como el que afirmaba lo mismo a propósito de países latinos y católicos como España y Portugal. Resulta asombroso, dicho sea de paso, que algunos europeos que se dicen ilustrados compartan hoy con el mismísimo Bin Laden el dogma de esa incompatibilidad.
Los egipcios lo tienen más difícil. En el seno de una población inmensa y en gran medida campesina y analfabeta, los laicos y demócratas son allí proporcionalmente más minoritarios que en Túnez. Por su parte, el régimen de Mubarak es más sólido policial y militarmente, lleva tres décadas recibiendo miles de millones de dólares anuales de ayuda norteamericana a tal efecto. Además, la realpolitik occidental, expresada en el miedo a un Gobierno de los Hermanos Musulmanes en la vecindad de Israel, juega en contra del cambio en el valle del Nilo.
No obstante, algunos elementos de las últimas horas resultan esperanzadores. En primer lugar, la incorporación a las protestas egipcias de El Baradei, el premio Nobel que no se doblegó ni ante Bush ni ante Mubarak, ofrece a los demócratas egipcios una referencia y un liderazgo del que han carecido los tunecinos. En segundo, la amplitud de las manifestaciones de ayer, viernes, confirma que los opositores egipcios a Mubarak van a por todas. Y en tercero, Obama calificó en una entrevista televisada de "legítimas" las reivindicaciones de los egipcios y advirtió a Mubarak contra el uso de la violencia para intentar ahogarlas.
La afirmación crucial en la Declaración de Independencia de Estados Unidos es aquella que proclama la igualdad sustancial de todos los seres humanos y su condición de titulares de "derechos inalienables", entre ellos "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". A comienzos de los ochenta, desde Polonia se alzó un grito que reclamaba estos derechos y que, una década después, ya había conseguido derribar el muro de Berlín y el imperio soviético. ¿Representarán lo mismo para el norte de África estas revueltas democráticas? Mucho podría contribuir Europa a que así fuera, pero para ello tendría que operarse de cataratas.
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