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Esparciendo falsos rumores

José Antonio Martín Pallín

Newton pedía una palanca para mover el mundo. A los gurús financieros, carentes de los más elementales conocimientos de la física, expertos en picardías, trampas y falsedades, les basta con un rumor para desestabilizar el mundo.

Los últimos acontecimientos que hemos vivido creo que han convencido a los más escépticos de que la vida del sistema financiero está en manos de los más desvergonzados pícaros, que se mueven con facilidad e impunidad por un mundo en el que las reglas de conducta permiten convertir, por arte de magia, las falsedades en artificios contables, las especulaciones en turbulencias propias del sistema de navegación y las estafas en habilidosas operaciones de ingeniería financiera.

Cometen delito los que difundiendo noticias falsas consiguen alterar el precio de las cosas

La mayoría de los grandes grupos financieros parecen encantados de haber impuesto sus condiciones. Minimizan las trampas y las consideran episodios, tan naturalmente incrustados en el sistema como la gripe y las alergias en el invierno y la primavera.

Lo sucedido el día 4 de mayo con España supera los límites de lo permisible y exige respuestas contundentes que ya están en las leyes y que sólo esperan ser activadas. De forma paralela, tres grandes rotativos, el Financial Times, The New York Times y Wall Street Journal, sugerían al unísono que España podía ser la próxima ficha del dominó europeo en caer. Al mismo tiempo, comenzó a correr el rumor de que España había pedido ayuda al Fondo Monetario Internacional. La "fiabilidad" de la noticia se ponía de relieve comparando las cifras que se daban como montante de la supuesta ayuda demandada. Por un lado, se hablaba de 200.000 millones de euros y, por otro, otros 280.000 millones. La diferencia es notable.

El rumor es como una serpiente venenosa que se escapa de la boca del que lo transmite y emponzoña toda la vida de un país y, en este caso, de la Unión Europea que se acoge bajo el patrón euro. ¿Se puede impunemente soltar tal insidia, sin que nadie se mueva para detectar su origen y exigir responsabilidades? ¿El omnipotente mercado sin rostro, pero capaz de usar la voz, puede permitir que tales impactos agiten sus aguas considerándolos como travesuras integradas en las propias reglas del juego? Creo que si no se reacciona con los mecanismos propios de una sociedad democrática y no se exigen responsabilidades, las fichas del dominó irán cayendo aún más sobre las espaldas de los menos favorecidos, como ya ha sucedido en Grecia y como se acaba de anunciar en España. O ponemos orden con el peso de la ley o el caos y los disturbios surgirán como productos naturales de la indiferencia o la impotencia de los políticos.

Desde hace muchos años nuestros códigos penales mantienen un tipo de delito que encaja perfectamente para estas conductas, si bien no estaba pensado para tales magnitudes. Siempre ha sido un delito atentar contra el mercado y los consumidores, y se dice con claridad meridiana, para todo el que sepa leer. Cometen delito los que difundiendo noticias falsas y usando de cualquier otro artificio semejante consiguieren alterar los precios de las cosas. El Código no distingue entre el mercado tradicional de los entradores de carnes y pescados y los mercados financieros, por muchas diferencias que sea posible establecer entre dichos productos. Al final, es el mercado el bien jurídico al que hay que proteger.

Estos actos pueden ser equiparados por su gravedad y efectos a los que el Código Penal castiga como delitos que comprometen la paz o la independencia del Estado en tiempos de guerra. Castiga a los que hicieren circular noticias o rumores falsos encaminados a perjudicar el crédito del Estado o los intereses de la Nación (artº 594 Código Penal). Si la conducta se conecta con situaciones de guerra, podemos establecer, sin exageraciones ni desvaríos, que los rumores pueden ser armas de destrucción masiva.

La resignación ante los desafíos de los delincuentes sería suicida. Es urgente y necesario poner a los servicios de inteligencia, a la policía, a los organismos reguladores de Eurostad y a los servicios financieros a investigar de dónde salió el rumor y qué base existía para su difusión. No se puede permanecer impávido ante los devaneos de unos juguetones financieros que se forran a costa de reducir el magro sueldo de los funcionarios griegos y españoles y congelar las pensiones de nuestros jubilados. Tal actitud es suicida.

Hay que buscarles en sus madrigueras, sacarles a la luz y aplicarles simplemente la ley. La inactividad me parece insoportable. El rumor y la especulación no pueden erigirse en reglas asumibles por el mundo de los mercados sin desgastes y riesgos de tamaño incalculable. O corregimos el rumbo o nos entregamos en manos de los especuladores a los que los gobiernos parecen temer más que a sus ciudadanos. O aplicamos la ley o les preguntamos a los mercaderes si les parece justo, razonable y exigible lo que están haciendo. Y si consiguen convencer a la mayoría, la única medicina es la resignación. Pero me temo que esta virtud se está agotando, es cada vez más escasa. O se ajusta el sistema o sólo habrá lugar para la rabia.

No parece sensato encargar a los antidisturbios la regulación del mercado financiero. Las cuentas de los tramposos no cuadran, los muertos son ciertos e irreversibles.

José Antonio Martín Pallín, magistrado, es comisionado de la Comisión Internacional de Juristas.

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