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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Libertarios y psicópatas

Mario Vargas Llosa

La bomba terrorista de Oklahoma que pulverizó un edificio público, causando decenas de muertos y heridos ha tenido, como uno de sus efectos laterales, revelar al mundo la existencia, a lo largo y ancho de Estados Unidos, de una constelación de sectas y grupos extremistas en guerra contra el Estado.Tienen nombres pintorescos, con ecos cinematográficos, como La Milicia de Montana, Policía contra el Nuevo Orden Mundial, Ciudadanos Unidos para Salvar la Constitución, Identidad Cristiana o Cuerpos Milicianos de Michigan, llevan una existencia semiclandestina, en una dudosa frontera entre lo legal y lo ¡legal, y muchos de ellos dan a sus miembros entrenamiento militar y almacenan armas, víveres y medicinas para resistir lo que consideran una agresión inminente de los Ejércitos del Estado centralista de Washington -o, peor todavía, de las Fuerzas Armadas de las Naciones Unidas- que acabará de una vez, por todas con la libertad y las garantías individuales consagradas en la Constitución estadounidense. Aunque algunas de estas organizaciones son racistas -como Naciones Arias o los Suprematistas Blancos- y otras integristas cristianas, por debajo de sus variantes y diferencias, el denominador común que las une es la desconfianza y el temor de un Estado que, a su juicio, ha dejado de servir al ciudadano común y se ha vuelto explotador y opresor.

Sus militantes son, por lo general, granjeros, obreros, ex soldados, profesionales y pequeños comerciantes, casi siempre de pueblos y aldeas del interior, practicantes religiosos, y la participación femenina es importante. (Una de las más belicosas de estas instituciones, La Federación de la Justicia Americana, la lidera una abogada de Indianápolis, Linda Thompson). Se consideran ardientes patriotas comprometidos en una cruzada nacionalista, para salvar a Estados Unidos de su ruina y eclipse, maquinada por una siniestra conspiración de apátridas e internacionalistas, cuyas piezas. claves son las Naciones Unidas, la Trilateral (creada en 1973 por el banquero David Rockefeller e integrada por hombres de negocios y académicos de Estados Unidos, Europa y Japón) y la burocracia parásita de Washington.

Esta conspiración quiere disolver a la nación norteamericana dentro de un inhumano nuevo orden mundial cuyos hilos movería una mafia de poderosos banqueros y financieros sin Dios ni Patria, y regimentaría esa estirpe de subhumanos clónicos -los funcionarios cosmopolitas de las Naciones Unidas-, ávidos de reglamentar e invadir todas las esferas de la vida familiar e individual hasta crear un mundo sin libre albedrío, una humanidad de autómatas. Según su particular fobia o pánico, cada grupo y organismo percibe los avances de esta conspiración en la llegada de hordas incontenibles de inmigrantes hispánicos a Estados Unidos, en el envío de soldados norteamericanos a Haití y el África, en la elevación de los impuestos, en la subordinación de los tribunales estatales a los fallos de la Corte Suprema o en los intentos del Congreso de aprobar una ley federal prohibiendo a los particulares adquirir armas de fuego.

De una de estas sectas animadas por semejantes obsesiones y propósitos parece haber salido el misterioso ex sargento de infantería Timothy McVeigh, quien, ayudado por cómplices aún sin identificar, hizo estallar más de dos mil kilos de explosivos ante aquel edificio gubernamental de Oklahoma, provocando una catástrofe que, además de derramar mucha sangre inocente, ha hecho saber al pueblo estadounidense que el terrorismo no es un fenómeno exótico, típico de sociedades atrasadas y de religiones fanáticas, sino una plaga contemporánea cuyos virus pueden contaminar a todos los países, sin excepción, incluidos aquellos que han alcanzado un elevado nivel de desarrollo y parecen firmemente anclados en la cultura democrática.

La peor equivocación sería explicar lo ocurrido como algo excepcional, aislado y patológico, la obra de un demente al que las delirantes teorías de un grupúsculo excéntrico al tronco común de la sociedad nortemaricana indujeron a ese acto irreflexivo. Desde luego que quien cree que poniendo una bomba que hará volar en pedazos a decenas o cientos de personas salva a la patria -o a la religión o a la libertad- no goza de un excelente sentido común ni de un equilibrio mental cartesiano. Pero tengo la impresión de que detrás de la anomalía singular que representa la horrible proeza de Timothy McVeigh hay unas ideas, actitudes, convicciones y un estado de cosas que concierne a un vasto sector de la sociedad contemporánea.

Mi impresión es que él y los comandos o grupos de milicianos que, de un tiempo a está parte, surgen en el interior de Estados Unidos en vociferante rebelión contra el Estado son una exacerbada deformación, un furúnculo nocivo, de un movimiento de raíces profundamente democráticas y libertarías, que, inspirado en la mejor tradición política de Estados Unidos, quiere emanciparse de un intervencionismo estatal creciente que ha ido asfixiando la iniciativa individual, y expropiando la libertad y el patrimonio de los ciudadanos con un sistema impositivo cuya proliferación cancerosa aparece, cada vez más, desde la perspectiva del ciudadano de a pie, como incomprensible y abusiva.

La amplitud de este movimiento antiestatista y anticentralista, de raigambre esencialmente popular y provinciana, fue lo que permitió a los candidatos republicanos liderados por Newt Gingrich triunfar arrolladoramente en las últimas elecciones parlamentarias, y sus aspiraciones se hallan formuladas en el Contrato con América que los senadores y representantes elegidos se han comprometido a cumplir. Estas aspiraciones son sanas, pues reflejan ese sentimiento de orfandad que experimenta el ciudadano en cualquier país moderno ante un Estado cuya lejanía e indiferencia ante su situación particular le parecen cada día más grandes, a la vez que sus embestidas e intromisiones, en su vida privada, en forma de impuestos y reglamentaciones, le hacen sentirse, también cada día más, menos responsables, de su vida y menos libre.

Este sentimiento de orfandad del individuo ante el Estado es hoy día universal, como consecuencia de la creciente complejidad de los mecanismos gubernamentales y el dédalo de reglamentaciones y leyes, pero, a diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos, la reacción frente a ese estado de cosas en la mayoría de los países no suele ser libertaria sino populista; es decir, pedir más dependencia, más servicios, más dádivas, ayudas, subsidios y excepciones o privilegios sectoriales (lo que, naturalmente, se traduce en más burocracia, más impuestos, más reglamentos y mayor gigantismo del ogro filantrópico). El Contrato con América propone el remedio acertado. No más dependencias, sino mayor independencia del ciudadano, quien debe recuperar buena parte de las iniciativas y responsabilidades que le han sido arrebatadas por el Estado paternalista. Para que éste funcione mejor, la sociedad civil debe crecer y aquél disminuir y concentrarse en las funciones que le son propias, como velar por el cumplimiento de la ley, el funcionamiento de la justicia y el orden público.

Es verdad que este movimiento, además de descentralista y defensor de la soberanía individual, en muchos lugares de Estados Unidos adopta también un carácter de cruzada religiosa, y que sus más efectivos promotores suelen ser los activistas de la llamada Coalición Cristiana y otros grupos evangélicos de base, movilizados para obtener que se permita la oración en las escuelas públicas o se restrinja el derecho al aborto. Y también es cierto que, entre estos últimos, hay gentes intolerantes y fanáticas que no vacilarían, si llegaran al poder, en impulsar políticas antidemocráticas. Mi impresión es que éste es un peligro remoto y que, en verdad, este rebrote de espiritualidad en el corazón provinciano de América del Norte es una respuesta, precisamente, a ésa sensación de vacío y desamparo en que la sociedad moderna ha ido dejando al ciudadano, a medida que crecía y se complicaba y sus rodajes e instituciones se volvían más esotéricos para la mujer y el hombre comunes. Y que, mientras el Estado preserve su carácter laico y no se ponga al servicio de una Iglesia, un alto índice de vicia religiosa es provechoso para el conjunto de la sociedad y perfectamente compatible con el ejercicio de la libertad.

Pero queda todavía una incómoda pregunta. por absolver. ¿Cómo ha podido brotar en un movimiento fundamentalmente democrático y de entraña libertaria una excrecencia como la que representan esas milicias patrioteras, ultranacionalistas y, a veces, racistas, que se arman hasta los dientes y deliran preparándose para un apocalipsis que, en su paranoia, como lo muestra el estallido de Oklahorna, ellas mismas podrían adelantarse a provocar? La respuesta, de lúgubres resonancias, es que, en el sutil y escurridizo entramado de las ideas, nada se da con la rotundidad con que, por ejemplo, contrastan en el cielo el día y la noche, s¡no, a menudo, en confusas mezclas, y que no hay tesis, doctrina, teoría, pensamiento o moral que la complicada psicología humana no pueda desnaturalizar, sacar de su cauce lógico, instrumentalizar para que sirva de justificación o coartada a sus peores instintos. Es, desde luego, atroz, pero enormemente aleccionador, que la hecatombe de fuego en el centro de Oklahoma haya podido ser también, de retorcida manera, una hijastra de la libertad.

Copyright Mario Vargas Llosa 1995. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1995.

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