Cuento de verano
de sus ojos ardientes. Pues el brillo de esos ojos y de aquellas fogatas no era el brillo de la razón, de los cuartos y las calles iluminados, sino de esa luz que nace en lo oscuro. Una luz que hablaba de hechos y dolores antiguos, que guardaba la memoria de campamentos que fueron malditos.
Y era justo de uno de esos campamentos al que se refería la leyenda que hablaba de los clavos de la crucifixión y que explicaba el eterno deambular de los gitanos por el mundo. En ella se contaba que había sido uno de sus herreros quien, sordo al consejo de un ángel, había fabricado los clavos que crucificaron a Cristo. Pero que, al intentar enfriar el cuarto, este continuó encendido en la pila de agua. Los soldados romanos, impacientes por la espera, se llevaron los otros tres, y esa noche, al herrero, le despertó una luz que venía del patio y vio que el clavo seguía brillando al rojo vivo en el agua. Y aunque huyó al amanecer, a partir de entonces, adondequiera que iba, se encontraba con él.
Y era como si, al entrar en aquellas barracas, viéramos el brillo de ese clavo ardiente que les obligaba a ir de un lugar a otro sin poder descansar nunca, y como si aquella luz extraña que bañaba sus cuerpos cuando salían a la pista sólo viniera de él. Una luz que hablaba de una antigua traición, de un dolor antiguo que no había forma de aplacar y que les acompañaba donde iban. Y eso es lo que sentíamos al verlos. Sentíamos la libertad, el brillo de los cuerpos, pero también una herida que no se podía cerrar, una herida que hablaba de un pueblo libre y cansado, que recorría el mundo en busca de una redención que nunca terminaba de llegarle. Un pueblo que en cierta forma representaba nuestra misma ansia de maravillas y nuestro mismo fracaso, pues ser hombre era no tener adónde ir, estar condenado a vagar eternamente sin saber por qué. Dar vueltas alrededor de un centro vacío, que es justo lo que representa la carpa del circo, un espacio circular en cuyo centro no hay nada, sólo el vacío que los artistas habrán de llenar con sus habilidades.
Y recuerdo que, al finalizar la función, volvíamos a casa llenos de melancolía, con el sentimiento de haber asistido a una reunión de ladrones y haber escuchado las historias de sus robos y de la cueva donde guardaban su botín. En ella estaban los talismanes, los anillos, las redes mágicas, los velos que daban la invisibilidad, los frutos del jardín prohibido.
Pero ninguno de esos bienes podía traerse al mundo real, y eso lo han sabido siempre los grandes poetas. El arte sólo es el campamento de los ladrones. Se detienen en la noche y encienden fogatas, a cuya luz se cuentan sus historias. Y puede que el circo sea la metáfora más pura de lo que pasa en esos campamentos. Porque ¿hay de verdad un botín, hay una cueva escondida? Kleist pensaba que eran las hermosas marionetas las que nos marcaban el camino, pero nosotros sabemos que no existe ese camino y que el arte sólo es un anillo de luz en torno a una pista vacía. Y, sin embargo, no es posible recordar un poema de Vallejo, leer un relato de Kafka o ver una de las películas de Bergman sin sentirnos tocados por alguna forma de absoluto.
Algo así nos pasaba en los momentos en que, al regresar al suelo, el cuerpo del trapecista brillaba de una forma incomparable. Parecía volver de un lugar remoto, y, como los viajeros, estar a punto de empezar a narrar la historia de sus andanzas. La historia de un clavo ardiente que le perseguía, de un pueblo secreto del que formaba parte, de una segunda barra que le permitía acceder a otro reino en el aire. No importaba que luego permaneciera callado, pues los artistas del circo raras veces hablaban; nos conformábamos con que estuvieran allí. Para eso íbamos a verlos, para ver el brillo de su luz, aunque no pudiéramos explicar de dónde venía. ¿Quién sabe por qué? Tal vez porque la poesía, como dijo Nietzsche, es empeñarse en seguir soñando aun sabiendo que se trata de un sueño.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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