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La Constitución, sin intérprete

Los problemas y las trifulcas entre los magistrados del Tribunal Constitucional (TC) para discutir sobre el Estatuto de Cataluña están generando en la vida política perniciosas consecuencias ajenas al necesario, e incluso enérgico, debate jurídico. Y están produciendo, por encima de todos esos males, un perjuicio esencialmente nocivo para nuestra democracia: en estos momentos la Constitución no tiene intérprete. El órgano encargado de esa función al máximo nivel consume sus esfuerzos en tareas que poco tienen que ver con la letra y el espíritu de la Constitución de 1978.

Mantener, por ejemplo, como una exigencia innegociable, que el fallo del TC incluya la declaración explicita y taxativa de la inconstitucionalidad del término "nación" que figura en el preámbulo del Estatut como expresión de un "sentimiento" y "voluntad" en "la ciudadanía de Cataluña", recogido por su Parlamento, resulta exagerado e improcedente y, sobre todo, ajeno al espíritu de la Constitución del consenso.

Un TC en gran parte caducado se atasca en debates ajenos a la letra y el espíritu de la Ley Fundamental

Resulta extraño que un catedrático de Derecho Constitucional como Manuel Aragón se aferre a la condena del término "nación", cuando el propio Manuel Fraga, como ponente de Alianza Popular (AP), desde su discrepancia, en minoría, con la consti-tucionalización del derecho a la autonomía de las nacionalidades, dejó claro el "hecho indiscutible de que nación y nacionalidad es lo mismo".

Si en 1978 la incorporación del término "nacionalidades" prosperó contra viento y marea, y por goleada -6 a 1 en la ponencia constitucional-, aunque para acallar a los entonces llamados poderes fácticos se estimó conveniente acompañarlo de referencias a la unidad de España, ¿no es suficiente -en mi opinión, excesivo- que 32 años después, en un fundamento jurídico de la sentencia propuesta se interprete que el contexto jurídico-político en el que el Estatut se inserta es el de la "indisoluble unidad de la nación española"? (Esta expresión recuerda la referencia del franquismo a que los principios fundamentales del Movimiento eran "permanentes e inalterables", lo que sólo tiene el valor que la historia da después a declaraciones tan tajantes e imperiosas.) ¿O es que ante el recurso del PP -heredero político de aquella AP que se opuso en solitario a la integración de Cataluña en la Constitución de todos- hay que resucitar los viejos demonios y retroceder a la España "Una, Grande y Libre" de los falangistas, tan de actualidad ahora?

Los esfuerzos de la ponente Elisa Pérez Vera para interpretar el Estatut de modo que permanezca lo más posible dentro de la Constitución han terminado siendo baldíos no sólo frente a los magistrados frontalmente contrarios al texto estatutario, sino también ante el constitucionalista Aragón, quien, según ha revelado epistolarmente a este periódico, ha mantenido una serie de "exigencias" (sic): "Desde el comienzo de las deliberaciones, hace ya dos años (...), en ningún momento han sufrido variación (...), ni he estado nunca dispuesto a suscribir un texto, ni a alcanzar un compromiso, que no contuviese todas las exigencias que siempre había formulado".

Esta confesión descubre un nuevo modelo de deliberación en un tribunal colegiado, en el que hasta ahora creíamos que sus componentes dialogaban jurídicamente y admitían poder ser convencidos por los razonamientos de los colegas. Con el nuevo modelo de piñón fijo, ¿cómo puede alcanzarse una interpretación compartida de la Constitución o de cualquier texto jurídico?

Las expectativas de que la renovación de magistrados -un tercio del TC tiene el mandato caducado desde hace dos años y medio- vaya a solucionar la actual situación son nulas si el PSOE y el PP no modifican el sistema que vienen aplicando para configurar el TC.

Hace muy bien el presidente del Gobierno en autorresponsabilizar a los partidos de la no renovación, pero él y Mariano Rajoy tienen que dar un paso más. Tienen que abolir, en aras de la salud democrática de este país, el criterio de reparto y regresar al nombramiento de juristas compartibles por ambos partidos, porque sean capaces de interpretar la Constitución de todos. Como primera medida, todos los candidatos deben ser discutibles. ¿Qué es eso de tú decides los tuyos y yo los míos?

Y en el caso de que el PP insista en Francisco José Hernando y Enrique López como únicos candidatos inamovibles, habría que volver la vista a la propuesta de Ignacio Sánchez Cuenca (¿Qué hacer con el Tribunal Constitucional?, EL PAÍS, 4 de junio de 2008) y, mediante una reforma legal, "exigir una mayoría cualificada o, en el límite, la unanimidad, para que los magistrados puedan declarar inconstitucional una ley"). Es una solución drástica, pero legal, contra la perversión política.

La actualidad del Estatut tapa otros deberes del TC, como el minimizado recurso de amparo contra la violación de derechos y libertades. Curiosamente, el mismo Parlamento que no acierta a renovar los cuatro magistrados caducados, en su reforma de 24 de mayo de 2007 de la ley orgánica del TC redujo aún más la admisión de este tipo de recursos, mediante la imposición al demandante de amparo de que justifique "la especial trascendencia constitucional" de su recurso. Así, el tiempo que no dedican los magistrados a amparar a los españoles, pueden emplearlo en intentar imponer sus propias y personales exigencias en las sentencias.

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