¿Chulear a los clásicos?
El reciente conocimiento público de las dificultades materiales que estaban atravesando dos importantes escritores españoles ha vuelto a agitar un agua estancada y, como suele suceder en estos casos, el mal olor y las miasmas han afectado principalmente a quienes han ido con el palito a removerla. Por fortuna, la situación de ambos escritores parece resuelta en parte y de momento. Lo que no parece resolverse en cambio es la roma actitud de bastantes escritores ante estos y otros problemas relacionados con su profesión.Todo escritor que escribe en un país en el que no se lee, como España, sabe a lo que se expone; su decisión es -si es una vocacion- un acto de dignidad y valentía. De entre ellos, muchos saben que deberán casi siempre su sustento a una actividad ajena o complementaria; otros malvivirán de la literatura y siempre ayudándose de chapuzas, y los menos puede que accedan a una estabilidad lo suficientemente inestable como para no pasar apuros. En cualquier caso, es verdad que todos ellos deberían poder encontrar un modo de llegar al fin de sus días de manera acorde con esas mencionadas dignidad y valentía. Pero no hablo de una limosna, tampoco de una subvención, sino de una manera aceptable y coherente de obtener dinero a cambio de su saber; por ejemplo, a cambio de lecciones, cursos, lecturas, seminarios..., participaciones que, en definitiva, alejen el fantasma del favor y la piedad y respondan a la dignidad de una persona y a la valentía de una obra cumplida. No es necesario romperse la cabeza para encontrar los modos de dar forma a esto.
Pues bien, entre otros, contra todo ello se alza el señor del palito, el que ha ido a remover las aguas estancadas y que allí, en cuclillas, quizás alucinando por lo que respira, da en una visión sindical, funcionarial, de la figura del escritor, la cual es exactamente la antítesis de lo que mueve a alguien a jugarse la vida en el empeño de realizar una obra literaria a la altura de su ambición.
Las quejas del funcionariado literario, que son variadas y mezcladas, vienen a resumirse en tres reivindicaciones:
1. El escritor se ve obligado a entregar su herencia literaria al dominio público a los 50 años de su muerte.
2. Como al término de esos años su obra pasa a dominio público, los únicos beneficiados son los editores, que así se ahorran el pago de los derechos de autor.
3. Siendo así, se solicita que los editores abonen un canon por cada libro de autor clásico editado en beneficio de los escritores vivos; ya que el escritor acepta el dominio público contra los intereses de sus descendientes, sean al menos sus descendientes literarios -casi siempre en precario- los que de algún modo se beneficien de ello.
La verdad es que a primera vista parece sensato. A primera vista solamente.
Para empezar, no deja de ser gracioso que se equipare Fortunata y Jacinta o el Quíjote a una finca o a un paquete de acciones. Yo entendería que se equiparase el problema de herencia del Quijote -que es un bien cultural nacional- con el problema de herencia de la catedral de Burgos -que es otro similar-; pero una finca, que también puede llegar a poseer un escritor, es un bien enajenable, objeto de especulación, de compraventa... Una novela como el Quijote o la catedral de Burgos, no. Su valor es inamovible. Decir hoy que el Quijote pertenece a un recontradescendiente de Cervantes llamado Pérez Gómez es como justificar la monarquía hereditaria en régimen de absolutismo. ¿De quién sería hoy Cervantes? ¿De Pérez Gómez desde principios del XVII? ¿Sería eso justo? ¿Aliviaría en algo la situación de los escritores, necesitados o menos, de Pérez Gómez? ¿Sería lícito que Pérez Gómez, por derecho de herencia, pudiera disponer de cuándo, cómo y en qué circunstancias debe editarse el Quoote? Unas acciones, una finca, un piso... son bienes enajenables, pero una obra que ha superado el paso del tiempo no lo es. He ahí la cuestión. Si hoy se solicita una ayuda para un escritor en dificultades es porque su obra es un bien público, un bien cultural entre sus contemporáneos, y la sociedad le debe algo por ello en conciencia, por hacer cultura, lengua, tradición. No creo que sea un misterio la diferencia entre bien público y bien privado.
En cuanto al segundo punto, el del aprovechamiento de los editores, se trata de una completa falacia desde el punto de vista del escritor. A un escritor que se ha dejado la vida en su escritura lo único que realmente le interesa es haberlo hecho, y también la perdurabilidad de su obra, por lo que tiene de indicador de que ha creado un mundo con vida propia que le sobrevive. Imaginemos ahora a cualquiera de los autores que se encuentran criando malvas si les despertáramos para decirles que los editores del presente se están aprovechando de su obra libre de derechos... porque ésta sigue viva en el día de hoy. El dominio público es un bien para el autor porque multiplica las posibilidades de ser leído en el tiempo, de estar en los catálogos de los editores. ¿Qué puede significar para él la hipotética malicia de tal o cual editor frente a la vía natural para el conocimiento de sus textos? Los muertos tienen otros intereses.
Pero la perla es el punto tercero, el del canon sobre las ediciones de clásicos. Sigamos con Cervantes. Imaginemos que se ha conseguido implantar el canon por libro a todo clásico editado en la actualidad con el destino de cubrir las necesidades de los escritores de hoy. ¿Por qué razón el Quyote pertenece mas a un escritor que a un lector? ¿Por qué beneficiar, pues, con tal canon a un escritor y no a un lector necesitado? Segunda cuestión: ¿quién es un escritor? Aún más: ¿quién decide quién es escritor y quién no a efectos de acreditarle como beneficiario del dinerito que genera Cervantes? El absurdo de la situación me parece evidente. Pero el absurdo de la situación llega al delirio si, en buena lógica, escritor es todo aquel que publica un libro. En ese caso, yo aconsejaría a cualquier español que no se amilanase, que escribira un librito por infumable que fuera y lo publicase a su costa. Con esta discreta inversión podrá acogerse a los beneficios que generen los clásicos si un día se ve en un apuro. Y si los administradores del canon son apañados, lo mismo consigue veranear a precios especiales en alguna residencia veraniega de escritores en el Levante español.
En fin, estas iniciativas pertenecen más a la época del guardapolvo y el Montepío que a la época actual. Pertenecen también a una concepción victimista del escritor tan triste como la indigencia misma. La dignidad de un Gabriel Celaya pasa, por ejemplo, porque pueda leer sus poemas por media España y que se le organice y se le retribuya dignamente por ello, en honor y correspondencia a su vida y a su obra, para que siga siendo un poeta. Nunca se puede decir "de este agua no beberé", pero hoy por hoy yo me moriría de vergüenza si tuviera que chulear a los clásicos para poder vivir. ¿Es que acaso pueden concedernos algo más y mejor, a mí como escritor y a usted como lector, que la tradición literaria que todos ellos consituyen?
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