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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La traición del refugio

Aproximarse a la obra de Susan Sontag resulta siempre un ejercicio estimulante y enriquecedor. Su independencia estética y moral y la vasta esfera de sus intereses -ensayo, novela, cine, pintura, fotografía, etcétera- nos obligan a enfocarla desde diversas perspectivas: éstas, bien que diferentes y a veces contradictorias, se imbrican y no pueden ser consideradas aisladamente. La lucidez de la ensayista, por ejemplo, reaparece en el corpus de sus novelas y la directora escénica de filmes u obras de teatro se cuela en ellas con astucia e ingeniosidad. Así, los personajes de su última obra son vistos desde fuera, con voluntario distanciamiento, antes de que la autora penetre en su fuero interno y nos comunique a través de diferentes códigos narrativos sus pensamientos y vivencias más íntimos.

EN AMÉRICA

Susan Sontag Traducción de Jordi Fibla Alfaguara. Madrid, 2002 490 páginas. 19,25 euros

El capítulo 'Cero' de En América -en mi opinión el más bello y aguijador del libro- nos brinda un modelo de esta aproximación gradual. No la del autor omnisciente sino la del que se introduce titubeando en una reunión de desconocidos, cuya lengua e identidad ignora: "Indecisa, no temblorosa, me había colado en una fiesta que tenía lugar en el comedor privado de un hotel". Allí, a la luz de lámparas de gas, una serie de personajes de la alta sociedad local discuten de algo que no comprende, lo que la obliga a recurrir a la operación inversa, esto es, a inducir a partir de intuiciones y reminiscencias que se trata de la fiesta de despedida de una gran actriz. "Decidí llamarla Maryna", nos dice la autora que, apoyada en la estufa de azulejos y, tras unos minutos de atenta y disimulada escucha en un rincón de la sala, busca entre la veintena y pico de invitados al que le parece ser el marido y se permite bautizarlo con el nombre de Bogdan. Al supuesto amante de la diva -las divas suelen tenerlo- le llamarán Rysgard, y el joven de chaleco amarillo, que mantiene quizá una relación amistosa o sentimental con ella, será Tadeusz. Al niño ("no he mencionado que había un pequeño en la sala", se excusa la intrusa) le pondrá, tardíamente, el nombre de Piotr.

La presencia invisible de la

entrometida le facilitará forjar cómodamente la identidad del resto del reparto, "como ni me habían invitado ni me veían, podía mirarlos tanto como quisiera". Sabemos de ella, nos lo dice de paso, que creció en Arizona y el sur de California antes de instalarse en Nueva York, casarse, separarse, vivir el asedio de Sarajevo y descender de abuelos y bisabuelos que emigraron a América desde un país que había dejado de existir unos ochenta años antes: un país "implacablemente desmembrado", una nación devorada por sus tres poderosos vecinos sin que, no obstante, la simpatía y solidaridad verbal de los europeos, de todo "este ejército de palabras" surgiera "una sola acción".

Aunque la furtiva narradora no nos lo diga sino más tarde, estamos en la Polonia sojuzgada del siglo XIX bajo el peso de la bota zarista, en medio de las lágrimas de cocodrilo de Francia e Inglaterra, una situación que prefigura, nos dice Susan Sontag, la de otra "pequeña nación europea, cuya unión se había conseguido entrelazando sus diversas tribus y que, a pesar de ello, había sido destruida con impunidad, con la aquiescencia o connivencia de las grandes potencias" del Viejo Continente. Pasamos de este modo de la Polonia del siglo XIX a Bosnia y Sarajevo de fines del siglo XX y de ahí la pregunta de la autora -ante el patriotismo de que hacen gala los invitados a la fiesta en honor de la actriz, de esa actriz que se despide de su triunfal carrera en Varsovia para emigrar a América con su familia y un grupo de amigos- de si no estarían "tan exhaustos como [ella] lo estaba por la cuestión nacional y el engaño de Europa".

Puesto que nadie disfruta del privilegio de estar a la vez en diferentes sitios y épocas ni puede rescribir la historia, la experiencia frustrada de evocar una sala de hotel en Sarajevo será compensada con el aterrizaje silencioso en la reunión celebrada en Varsovia para despedir a una gloria nacional, a una diva en el pináculo de su carrera. La intrusa en la fiesta de adiós se apropiará, conforme cobre confianza en sí misma, de la lengua y emociones de sus personajes en ese momento crucial de desarraigo y ruptura. Cuando los sirvientes del hotel traigan sus vestidos a Maryna y a los demás invitados, la narradora nos dirá que "con un estremecimiento de espera y ansiedad, [decidió] seguirles al exterior, al mundo".

Susan Sontag ha perdido su

timidez y nos arrastra a lo que será el ámbito de su novela. Harta de la asfixia intelectual impuesta por la censura zarista (que intentó prohibirle la representación de Hamlet porque escenificaba el asesinato de un rey), de la vigilancia de la policía, de la envidia de los autores y dramaturgos mediocres, la diva ha tomado la decisión irrevocable de abandonar su país y su público. No le importa que la acusen de deserción. Quiere rehacer su vida -una vida que le ha sido impuesta por las circunstancias de la desdichada causa independentista polaca- en el Nuevo Mundo, como los millares de inmigrantes europeos que se hacinan en las bodegas de los barcos, aunque ella, su familia y el grupo de amigos que comparten su aventura viajen en primera clase: su marido, aristócrata y dueño de una buena fortuna; el pequeño Piotr; el escritor y periodista Rysgard, que no ceja en el empeño de cortejarla, y otras parejas conocidas del lector por haber asistido a la fiesta de despedida. Su objetivo no será Nueva York, por más que el ruido y agitación de los carruajes, ómnibus y tranvías y el bullicio del gentío les fascinen. Quieren ir más lejos, crear una comunidad de un modelo nuevo, como la de los falansterios de Fourier, y nada mejor para ello que la remota California, el paraíso de los innovadores y utopistas, cuyo suelo fértil e inviernos suaves invitan a este tipo de experiencias colectivas.

Con el dinero de Bogdan se instalarán en la pequeña localidad de Anaheim, lejos del ya civilizado San Francisco -con sus teatros y emigrantes polacos fugitivos de las fracasadas insurrecciones-, para consagrarse del todo a la realización de su sueño. La distribución de las faenas manuales voluntarias y la tarea de crear nuevos vínculos entre los integrantes del falansterio absorben las energías de Maryna. Ya no es Margarita Gautier ni Desdémona ni Julieta, sino una trabajadora más de la finca sembrada de vid, atenta a los ciclos del cultivo de ésta. Los miembros de la comunidad siguen comunicándose entre sí en polaco y alemán mientras procuran aprender el inglés. California está habitada por europeos de todas las naciones, además de los mexicanos condenados a cumplir las labores más modestas y de los indios supervivientes de la avalancha de recién llegados. La libertad de acción dentro del grupo es un principio básico: Ryszard escribe crónicas y novelas para sus lectores de Polonia; las demás parejas alternan los quehaceres con sus aficiones privadas. Todo parece funcionar bien, pero el paso del tiempo enmohece los ideales originarios y estropea las relaciones humanas en el marco del proyecto comunitario. El idealismo polaco que pretende convertir la utopía en concreción plausible se estrella contra la inercia de los usos y costumbres ancestrales. Las cooperativas no funcionan, proliferan las sectas mesiánicas, los colonos quieren recuperar sus inversiones y convertirse en propietarios. El refugio de Maryna y los suyos en la nostalgia del pasado -las veladas musicales a la escucha de Chopin- se tiñe de ese patetismo irrisorio que acompaña a todos los exilios.

Pero la pérdida de la fe en la

nueva vida y el recuerdo cada vez más vivo del mundo teatral que dejó atrás se acentúan de día en día. La autora de la novela asume una pluralidad de voces: la de Ryszard en su correspondencia por escrito con Maryna; la del diario de Bogdan, que nos revela la imantación que ejercen sobre él los jóvenes mexicanos empleados en la granja y la tensión que provoca "el hecho de que los muchachos [le] atraigan con tanta intensidad y al mismo tiempo esté totalmente enamorado [de su esposa]; las cartas de la propia protagonista; la descripción en tercera persona...

La vida semiprimitiva y bucólica es un fiasco: algunos componentes del grupo la abandonan y otros regresan a Polonia. Como escribe Bogdan: "América ha cumplido con su parte del trato. El fallo, el fracaso es nuestro". Maryna cede al asedio amoroso de Ryszard, va a ver teatro en San Francisco, es agasajada como una heroína por la colonia polaca. El alma de la actriz resucita: tras asistir a una representación dramática del afamado director Agnus Barton, se presenta a él y le solicita una prueba en inglés. Esta nueva etapa de su vida -la de su triunfal carrera teatral en América- nos muestra las grandezas y servidumbres de una gran actriz, capaz de superar a fuerza de voluntad todos los obstáculos que se interponen en su empresa, empezando por su deficiente pronunciación. El paso del repertorio más fácil (Adrienne Lecouvreur, La dama de las camelias) a Shakespeare (en sus papeles predilectos de Ofelia y Julieta); la gira llena de altibajos por el Medio Oeste; el triunfo neoyorquino; el sometimiento gradual a las exigencias de su agente publicitario (ser presentada como "condesa polaca", algo muy del gusto del público esnob; el presunto robo de la cruz y diadema de Margarita Gautier; la adopción de un minúsculo perro mascota; viajar en un vagón de tren especialmente adaptado a su función de camerino y dormitorio, etcétera), todo ese conjunto de elementos integrados en su nueva vida no compensa no obstante su amargura por el distanciamiento de Bogdan, la noticia del matrimonio de Ryszard, el peso creciente de una gloria exterior que devora su intimidad. "¿Dónde está Polonia? ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está la comunidad en la que creí?". La autora dejará a la protagonista de la novela en este momento en el que victoria y derrota no se distinguen una de otra y acaban por confundirse.

Susan Sontag se muestra obviamente fascinada por la figura de la diva. Algunas voces estadounidenses la acusan a ella misma de serlo, pero sinceramente no veo ningún mal en ello cuando se dispone de una inteligencia creativa, de una visión ética y estética del mundo como las suyas. ¿Cuántos intelectuales norteamericanos conservan una lucidez autocrítica como la que demostró al escribir un artículo, furiosamente denostado por los bienpensantes, como el que publicó inmediatamente después de los horribles atentados del 11 de septiembre? Si eso es ser diva, ¡ojalá suscitara la emulación en nuestros predios de zafiedad, papanatismo y pretensiones grotescas! Por eso, por su novela y por todo lo que representa para quienes la leemos, debemos darle las gracias.

Aproximarse a la obra de Susan Sontag resulta siempre un ejercicio estimulante y enriquecedor. Su independencia estética y moral y la vasta esfera de sus intereses -ensayo, novela, cine, pintura, fotografía, etcétera- nos obligan a enfocarla desde diversas perspectivas: éstas, bien que diferentes y a veces contradictorias, se imbrican y no pueden ser consideradas aisladamente. La lucidez de la ensayista, por ejemplo, reaparece en el corpus de sus novelas y la directora escénica de filmes u obras de teatro se cuela en ellas con astucia e ingeniosidad. Así, los personajes de su última obra son vistos desde fuera, con voluntario distanciamiento, antes de que la autora penetre en su fuero interno y nos comunique a través de diferentes códigos narrativos sus pensamientos y vivencias más íntimos.

El capítulo 'Cero' de En América -en mi opinión el más bello y aguijador del libro- nos brinda un modelo de esta aproximación gradual. No la del autor omnisciente sino la del que se introduce titubeando en una reunión de desconocidos, cuya lengua e identidad ignora: "Indecisa, no temblorosa, me había colado en una fiesta que tenía lugar en el comedor privado de un hotel". Allí, a la luz de lámparas de gas, una serie de personajes de la alta sociedad local discuten de algo que no comprende, lo que la obliga a recurrir a la operación inversa, esto es, a inducir a partir de intuiciones y reminiscencias que se trata de la fiesta de despedida de una gran actriz. "Decidí llamarla Maryna", nos dice la autora que, apoyada en la estufa de azulejos y, tras unos minutos de atenta y disimulada escucha en un rincón de la sala, busca entre la veintena y pico de invitados al que le parece ser el marido y se permite bautizarlo con el nombre de Bogdan. Al supuesto amante de la diva -las divas suelen tenerlo- le llamarán Rysgard, y el joven de chaleco amarillo, que mantiene quizá una relación amistosa o sentimental con ella, será Tadeusz. Al niño ("no he mencionado que había un pequeño en la sala", se excusa la intrusa) le pondrá, tardíamente, el nombre de Piotr.

La presencia invisible de la

entrometida le facilitará forjar cómodamente la identidad del resto del reparto, "como ni me habían invitado ni me veían, podía mirarlos tanto como quisiera". Sabemos de ella, nos lo dice de paso, que creció en Arizona y el sur de California antes de instalarse en Nueva York, casarse, separarse, vivir el asedio de Sarajevo y descender de abuelos y bisabuelos que emigraron a América desde un país que había dejado de existir unos ochenta años antes: un país "implacablemente desmembrado", una nación devorada por sus tres poderosos vecinos sin que, no obstante, la simpatía y solidaridad verbal de los europeos, de todo "este ejército de palabras" surgiera "una sola acción".

Aunque la furtiva narradora no nos lo diga sino más tarde, estamos en la Polonia sojuzgada del siglo XIX bajo el peso de la bota zarista, en medio de las lágrimas de cocodrilo de Francia e Inglaterra, una situación que prefigura, nos dice Susan Sontag, la de otra "pequeña nación europea, cuya unión se había conseguido entrelazando sus diversas tribus y que, a pesar de ello, había sido destruida con impunidad, con la aquiescencia o connivencia de las grandes potencias" del Viejo Continente. Pasamos de este modo de la Polonia del siglo XIX a Bosnia y Sarajevo de fines del siglo XX y de ahí la pregunta de la autora -ante el patriotismo de que hacen gala los invitados a la fiesta en honor de la actriz, de esa actriz que se despide de su triunfal carrera en Varsovia para emigrar a América con su familia y un grupo de amigos- de si no estarían "tan exhaustos como [ella] lo estaba por la cuestión nacional y el engaño de Europa".

Puesto que nadie disfruta del privilegio de estar a la vez en diferentes sitios y épocas ni puede rescribir la historia, la experiencia frustrada de evocar una sala de hotel en Sarajevo será compensada con el aterrizaje silencioso en la reunión celebrada en Varsovia para despedir a una gloria nacional, a una diva en el pináculo de su carrera. La intrusa en la fiesta de adiós se apropiará, conforme cobre confianza en sí misma, de la lengua y emociones de sus personajes en ese momento crucial de desarraigo y ruptura. Cuando los sirvientes del hotel traigan sus vestidos a Maryna y a los demás invitados, la narradora nos dirá que "con un estremecimiento de espera y ansiedad, [decidió] seguirles al exterior, al mundo".

Susan Sontag ha perdido su

timidez y nos arrastra a lo que será el ámbito de su novela. Harta de la asfixia intelectual impuesta por la censura zarista (que intentó prohibirle la representación de Hamlet porque escenificaba el asesinato de un rey), de la vigilancia de la policía, de la envidia de los autores y dramaturgos mediocres, la diva ha tomado la decisión irrevocable de abandonar su país y su público. No le importa que la acusen de deserción. Quiere rehacer su vida -una vida que le ha sido impuesta por las circunstancias de la desdichada causa independentista polaca- en el Nuevo Mundo, como los millares de inmigrantes europeos que se hacinan en las bodegas de los barcos, aunque ella, su familia y el grupo de amigos que comparten su aventura viajen en primera clase: su marido, aristócrata y dueño de una buena fortuna; el pequeño Piotr; el escritor y periodista Rysgard, que no ceja en el empeño de cortejarla, y otras parejas conocidas del lector por haber asistido a la fiesta de despedida. Su objetivo no será Nueva York, por más que el ruido y agitación de los carruajes, ómnibus y tranvías y el bullicio del gentío les fascinen. Quieren ir más lejos, crear una comunidad de un modelo nuevo, como la de los falansterios de Fourier, y nada mejor para ello que la remota California, el paraíso de los innovadores y utopistas, cuyo suelo fértil e inviernos suaves invitan a este tipo de experiencias colectivas.

Con el dinero de Bogdan se instalarán en la pequeña localidad de Anaheim, lejos del ya civilizado San Francisco -con sus teatros y emigrantes polacos fugitivos de las fracasadas insurrecciones-, para consagrarse del todo a la realización de su sueño. La distribución de las faenas manuales voluntarias y la tarea de crear nuevos vínculos entre los integrantes del falansterio absorben las energías de Maryna. Ya no es Margarita Gautier ni Desdémona ni Julieta, sino una trabajadora más de la finca sembrada de vid, atenta a los ciclos del cultivo de ésta. Los miembros de la comunidad siguen comunicándose entre sí en polaco y alemán mientras procuran aprender el inglés. California está habitada por europeos de todas las naciones, además de los mexicanos condenados a cumplir las labores más modestas y de los indios supervivientes de la avalancha de recién llegados. La libertad de acción dentro del grupo es un principio básico: Ryszard escribe crónicas y novelas para sus lectores de Polonia; las demás parejas alternan los quehaceres con sus aficiones privadas. Todo parece funcionar bien, pero el paso del tiempo enmohece los ideales originarios y estropea las relaciones humanas en el marco del proyecto comunitario. El idealismo polaco que pretende convertir la utopía en concreción plausible se estrella contra la inercia de los usos y costumbres ancestrales. Las cooperativas no funcionan, proliferan las sectas mesiánicas, los colonos quieren recuperar sus inversiones y convertirse en propietarios. El refugio de Maryna y los suyos en la nostalgia del pasado -las veladas musicales a la escucha de Chopin- se tiñe de ese patetismo irrisorio que acompaña a todos los exilios.

Pero la pérdida de la fe en la

nueva vida y el recuerdo cada vez más vivo del mundo teatral que dejó atrás se acentúan de día en día. La autora de la novela asume una pluralidad de voces: la de Ryszard en su correspondencia por escrito con Maryna; la del diario de Bogdan, que nos revela la imantación que ejercen sobre él los jóvenes mexicanos empleados en la granja y la tensión que provoca "el hecho de que los muchachos [le] atraigan con tanta intensidad y al mismo tiempo esté totalmente enamorado [de su esposa]; las cartas de la propia protagonista; la descripción en tercera persona...

La vida semiprimitiva y bucólica es un fiasco: algunos componentes del grupo la abandonan y otros regresan a Polonia. Como escribe Bogdan: "América ha cumplido con su parte del trato. El fallo, el fracaso es nuestro". Maryna cede al asedio amoroso de Ryszard, va a ver teatro en San Francisco, es agasajada como una heroína por la colonia polaca. El alma de la actriz resucita: tras asistir a una representación dramática del afamado director Agnus Barton, se presenta a él y le solicita una prueba en inglés. Esta nueva etapa de su vida -la de su triunfal carrera teatral en América- nos muestra las grandezas y servidumbres de una gran actriz, capaz de superar a fuerza de voluntad todos los obstáculos que se interponen en su empresa, empezando por su deficiente pronunciación. El paso del repertorio más fácil (Adrienne Lecouvreur, La dama de las camelias) a Shakespeare (en sus papeles predilectos de Ofelia y Julieta); la gira llena de altibajos por el Medio Oeste; el triunfo neoyorquino; el sometimiento gradual a las exigencias de su agente publicitario (ser presentada como "condesa polaca", algo muy del gusto del público esnob; el presunto robo de la cruz y diadema de Margarita Gautier; la adopción de un minúsculo perro mascota; viajar en un vagón de tren especialmente adaptado a su función de camerino y dormitorio, etcétera), todo ese conjunto de elementos integrados en su nueva vida no compensa no obstante su amargura por el distanciamiento de Bogdan, la noticia del matrimonio de Ryszard, el peso creciente de una gloria exterior que devora su intimidad. "¿Dónde está Polonia? ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde está la comunidad en la que creí?". La autora dejará a la protagonista de la novela en este momento en el que victoria y derrota no se distinguen una de otra y acaban por confundirse.

Susan Sontag se muestra obviamente fascinada por la figura de la diva. Algunas voces estadounidenses la acusan a ella misma de serlo, pero sinceramente no veo ningún mal en ello cuando se dispone de una inteligencia creativa, de una visión ética y estética del mundo como las suyas. ¿Cuántos intelectuales norteamericanos conservan una lucidez autocrítica como la que demostró al escribir un artículo, furiosamente denostado por los bienpensantes, como el que publicó inmediatamente después de los horribles atentados del 11 de septiembre? Si eso es ser diva, ¡ojalá suscitara la emulación en nuestros predios de zafiedad, papanatismo y pretensiones grotescas! Por eso, por su novela y por todo lo que representa para quienes la leemos, debemos darle las gracias.

Susan Sontag. La creación de un icono. Carl Rollyson y Lisa Paddock. Traducción de Gian Castelli. Circe. Barcelona, 2002. 402 páginas. 22 euros.

La mujer más curiosa del mundo

NO PUEDE ser accidental que el personaje literario con el que Sontag se sentía fuertemente identificada fuera Dorothea Brooke, aunque le hubiera gustado más parecerse a la autora de Middlemarch por su capacidad para llevar la novela al terreno de la profecía moral y abordar el análisis de cómo las virtudes de un ser humano están relacionadas con sus errores y cómo éstos los fomentan. Carl Rollyson y Lisa Paddock, autores de la primera biografía (no autorizada) de la escritora describen el momento en que, justo después de cumplir los 18, Sontag rompe en sollozos. "Estaba leyendo a Eliot por primera vez cuando comprendí no sólo que yo era Dorothea sino que, meses antes, me había casado con Casaubon (Philip Rieff, su profesor de Sociología). Dorothea tomó equivocadamente a Casaubon por un genio; por el contrario, obtuvo un pedante reaccionario". Como sucede en tantos matrimonios en los que una de las partes -o ambas- comprende que ha cometido un error, Sontag tardaría en reconciliarse con su metedura de pata. A raíz de la publicación de sus ensayos Contra la interpretación, el New York Times Book Review comenzó a alimentar el mito. Para entonces, ya era Lady on the Scene (La chica de moda), siempre atraída por los creadores de imagen. En su introducción a Portraits in Life and Death (1976), de Peter Hujar, ella sostiene que las fotografías "instigan, refrendan las leyendas y convierten a las personas en iconos de sí mismas". Esta es la tesis de Rollyson y Paddock sobre la condición de una mujer que era en sí un manifiesto. "Lo personal es político", solía decir. "Antes que una mujer liberada, soy una feminista". El libro también es una desacralización de una intelectual cuyo primer sueño fue conseguir el Nobel de bioquímica -ideal inspirado en la lectura de la biografía de Marie Curie-, que vivió un romance político y literario con la izquierda de Sartre y Beauvoir, llevó su temeridad hasta Hanoi y Sarajevo y creó en Nueva York, con Joseph Brodsky, una especie de salón de Francia. Su influencia fue indudable gracias a sus ensayos sobre arte, ciencia ficción y pornografía (La estética del silencio, La enfermedad y sus metáforas, El Benefactor, Fascinante fascismo, Notas sobre lo Camp, Sobre la fotografía, Bajo el signo de Saturno). Sontag fue para sus amigos una mujer titánica, para sus amantes una amazona, y para su hijo David "la mujer más curiosa del mundo". Su editor, Roger Strauss, pensaba que lo que realmente la hacía atractiva era que se limitaba a "dar por sentada su igualdad frente a los hombres". A pesar de explotar su atractivo con sus admiradores, lo que de verdad atraía a Sontag eran las mujeres. Pero nunca salió del armario. En 1998, escribió en su ensayo autobiográfico (Singleness), poco después de superar una recidiva de su cáncer de mama: "Mi vida siempre me ha parecido una transformación. Me gusta comenzar de nuevo, no hay nada como el espíritu del principiante".

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