Perder la solemnidad
El que lee esconde un secreto. Cuando vemos a alguien leyendo en el tren, en el metro, en el banco de una plaza, sabemos que está atento a cosas que no están presentes: podemos descubrir la portada del libro, pero no las imágenes que éste despierta en el lector. Tal vez por eso la pasión por la lectura nunca se transmite de un modo sencillo. El problema desvela a maestros y a padres: cómo comunicar una experiencia huidiza, una disciplina que es a la vez una pasión tan íntima, tan invisible: tan difícil como hacer que otro sueñe, a través de un manual de instrucciones, los mismos sueños que uno.
Por eso ha costado tanto que funcionen bien esos dos campos irreconciliables: la televisión y los libros. En el mundo de habla hispana los programas culturales, ubicados en horarios difíciles, y con formatos tradicionales y una producción muy limitada, en general pierden en el camino los elementos vitales que debe tener toda lectura.
El año pasado comenzó en la televisión argentina un curioso experimento: un programa de televisión dedicado a los libros, con una producción cuidada y generosa, armado como si se tratara de una comedia intelectual y conducido por un escritor, Juan Sasturain, cuya experiencia en los medios audiovisuales se limitaba a algunas intervenciones ocasionales en la radio. Quienes conocemos a Sasturain desde hace muchos años nos sorprendimos viéndolo actuar con soltura, en auténticos pasos de comedia, acompañado por un actor profesional, Fabián Arenilla, con quien ha llegado a formar una especie de dúo cómico de impecable solvencia (de paso comentemos que en la televisión argentina han desaparecido los programas de humor, y que es curioso que los únicos momentos para la risa que existen provengan de un programa dedicado a los libros). En cada programa Sasturain -un señor de 62 años, barbado, larga melena blanca- sufre un problema: tiene que encontrar un regalo para su hija, le han robado un libro, tiene que reemplazar a su primo actor en una obra de teatro, le han encargado la tarea de disfrazarse de Papá Noel. Y cada una de esas situaciones impone su tema al programa: cómo regalar el libro adecuado, la literatura teatral, la novela policial, los libros y la Navidad.
Juan Sasturain es un autor muy conocido en Argentina, pero siempre lo era con la modestísima cuota de reconocimiento público que nos toca a los escritores. El otro día coincidimos en la Feria del Libro de Buenos Aires y aunque traté de hablar cinco minutos con él era como querer hablar con Pablo Echarri en la esquina de Corrientes y Callao: lo rodeaban fans de todas las edades, lo besaban, le pedían autógrafos. El año pasado el programa iba después de Gran Hermano, lo cual resultaba curioso: después de la casa donde están prohibidos los libros, un programa lleno de libros.
El programa tiene una estética de cómic: las escenografías están hechas por dibujantes de historietas, lo que le da un aire extremadamente moderno y a la vez irreal. No es casual esta elección, porque Sasturain es uno de los grandes nombres de la historieta argentina. En los años setenta, antes del golpe militar, perteneció a las cátedras de literatura que querían borrar la diferencia entre alta y baja cultura, y consideraban la historieta, las canciones populares, las letras de tango y las novelas policiales como temas de estudio. Pasó la dictadura refugiado en las salas de corrección de un diario, desde donde publicó un célebre artículo (en tiempos en que era peligroso hacerlo) sobre Héctor Oesterheld, el mayor guionista de historietas de Argentina, desaparecido por la Junta Militar. En 1984, con la democracia recién estrenada, creó la revista Fierro, publicación dedicada a la historieta, pero que también incluía notas de cine de culto, novela policial, literatura argentina. Junto con el dibujante Alberto Breccia creó Perramus, que es una de las grandes historietas argentinas de todos los tiempos. Además escribió ingeniosas y entretenidas novelas policiales, como Manual de perdedores o Arena en los zapatos. Lector y crítico de la historieta y la novela policial, Sasturain nunca cayó en el error en que caen los fanáticos de los géneros: pensar que porque algo está dibujado o porque hay un crimen se trata de una genialidad. Cada obra está sola, cada obra tiene que hacer sus propios méritos y el género al que pertenece no puede ser instrumento de condena ni de glorificación.
Pero además de Sasturain hay otro escritor que ha probado suerte en la televisión hablando de libros: Alberto Laiseca. Altísimo, dotado de un par de bigotes desmesurados, aprovechó su aspecto de dueño de castillo transilvano para contar cuentos de horror en la televisión. Gesticulante y tan desmesurado como su imaginativa literatura (que incluye una novela, Los Soria, de más de mil páginas, y una apócrifa antología de la poesía china de todos los tiempos), Laiseca generó un público fiel y difundió obras de autores poco conocidos, recordando siempre su pasado de lector de la revista Más Allá, que a fines de los años cincuenta difundía en español cuentos de ciencia ficción y horror made in USA.
Estos dos escritores han probado que se puede mostrar de modo vehemente la inasible pasión por leer. Para la actuación, terreno ajeno, los dos probaron la misma estrategia: tirar toda la carne al asador, no guardarse nada. Eso no significa que todos los escritores debamos seguir su ejemplo. A unos cuantos nos ha tocado pasar por el programa de Sasturain y meter uno o dos bocadillos exigidos por el guión, antes de la entrevista correspondiente, y hemos pasado el papelón de nuestra vida. Pero no le viene mal a ninguna literatura hacer un poco el ridículo, para perder la solemnidad con la que cargamos, y aun esa otra forma de solemnidad, que es la irreverencia obligatoria y sin motivo. -
Pablo de Santis (Buenos Aires, 1963), periodista y guionista de historietas, obtuvo con la novela El enigma de París el Premio Planeta-Casa de América 2007.
Machu Picchu-Yale-Perú
PERÚ El descubrimiento de las ruinas de Machu Picchu, en 1911, es quizá el mayor hallazgo de la arqueología en el siglo XX. El norteamericano Hiram Bingham, guiado por nativos del lugar, encontró y luego dio a conocer la perdida ciudadela inca y envió para su estudio a la Universidad de Yale buena parte de los objetos encontrados ahí. El contrato de préstamo del Gobierno peruano fue por 18 meses. La universidad, que dijo haberlos devuelto, retuvo más de 350 piezas (cerámicas, huesos, etcétera) que ahora tendrá que devolver al Estado peruano en los próximos dos años, tras el fallo de un juicio que se le interpuso durante el Gobierno de Alejandro Toledo. La Unesco ha respaldado esta solicitud de repatriación. "La repatriación de este material arqueológico es una línea de trabajo que se desarrolla para lograr la restauración de las piezas en sus propios sitios de origen", ha dicho Katherine Muller, de la Unesco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.