Pedir perdón, aunque sea póstumo
Es asombrosa la cantidad de almas puras que están últimamente obsesionadas por conseguir que alguien les pida perdón por algo. A ser posible, por algo que sea cierto. Y, a ser posible, con examen de conciencia, dolor de los pecados y propósito de la enmienda. Pero si no es posible, da lo mismo: lo importante es que pidan perdón. Que lo pidan (aunque sea de forma póstuma) hasta los muertos.
Tan preocupante manía hizo que resultase muy oportuno el artículo en el que Santos Juliá (EL PAÍS, Babelia, 14 de octubre de 2006) sostenía que la trayectoria de los intelectuales que apoyaron inicialmente el franquismo y se apartaron más tarde de él debe ser analizada recurriendo a una investigación que permita "conocer [el pasado] en lo que fue y tal como fue", desconfiando del moralismo de los acusadores y de los testimonios autobiográficos de los acusados. Y añadía: "Ese empacho de moralismo, esa proclividad a juzgar conductas políticas por intenciones morales, es la misma nube que nubla la vista a tanto aficionado a lanzarse sobre el pasado de nuestros fascistas, nacionalsindicalistas o católicos de camisa azul para exigirles que confiesen su culpa".
La "guerra de las esquelas" a la que estamos asistiendo, así como la afición a tirarse las listas de muertos a la cabeza, están resultando tan estériles como dañinas
En el mismo número de Babelia, Sánchez Ron daba cuenta de la aparición del libro de Jaume Claret Miranda sobre el "atroz desmoche" (la expresión es de Laín Entralgo) con que fueron depuradas las universidades españolas en torno a 1940. El libro en cuestión documenta la profundidad del daño que la barbarie franquista hizo a la universidad española.
En un tercer artículo, Andrés
Trapiello señalaba que "cuando Tovar o Laín se apartaron de la Victoria que se lo dio todo, habían pasado ya muchos años". Pero la aportación más original de aquel número de Babelia fue la del novelista Isaac Rosa, el cual (empleando, seguramente, el rigor historiográfico y la consulta de fuentes primarias que con razón preconizan Juliá y Sánchez Ron) fustigaba a los "catedráticos que ocuparon cátedras cuyos titulares legítimos habían sido depurados (como Laín)". Y esta notable aportación historiográfica cambia radicalmente lo que hasta ahora pensábamos quienes nos interesamos por la obra científico-médica de Laín (y por su biografía, en la medida en que contribuye a explicar su obra).
El descubrimiento de Isaac Rosa se opone completamente a la versión del asunto que aparece en Descargo de conciencia. Laín Entralgo confesó allí, de forma detallada, que al entrar en Madrid con las tropas victoriosas, en 1939, ya traía la firme idea de acceder a la cátedra de Historia de la Medicina que por entonces regentaba Eduardo García del Real. Utilizando sus influencias, Laín comunicó al decano de la facultad que le interesaba "recibir un nombramiento de ayudante y, si el catedrático me lo aceptaba, dar alguna lección a los alumnos". La respuesta que recibió (según relata con su característica retórica anticuada) fue que "el camastrón -el infeliz, más bien- de don Eduardo, no recibió con buen ánimo mi módica demanda. Lo comprendo. Había sido socialista, supo que yo venía de Burgos, y debió de pensar así: 'Este sujeto será un pescador a río revuelto que quiere entrar en mi casa, para a continuación echarme de ella'. La verdad es que en aquellos tiempos no era muy disparatada tal composición de lugar. No quise sacarle de su error, y por el momento desistí de esa pretensión mía. Después de todo, en 1940 iba a jubilarse, y era preferible que el hombre lo hiciese a su gusto". Y en nota a pie de página añade Laín: "Algo después, mi amiga la doctora Giménez Cacho me presentó a don Eduardo. Hicimos excelente relación; y tan pronto como se convenció de que para él yo era 'persona tratable', más de una vez pude gozar de su verboso ingenio".
La absoluta disparidad entre esta vieja versión de Laín y el reciente descubrimiento de Isaac Rosa requiere una comprobación. En los archivos de la Universidad Complutense y en el Archivo General de la Administración (Alcalá) se puede constatar que Eduardo García del Real y Álvarez de Mijares (que fue abuelo de Carlos y Francisco Bustelo) nació el 1 de marzo de 1870. El 13 de abril de 1939, dentro del obligatorio expediente de depuración, redactó de puño y letra y firmó un oficio en el que confesó haber pertenecido hasta mayo de 1934 al partido socialista, afirmó que "no ha ocupado ningún puesto directivo, ni político", que "nunca ha pertenecido a la masonería" y manifestó su deseo de permanecer en la cátedra de Historia Crítica de la Medicina.
Entre los diversos informes que figuran en su expediente (de abril a junio de 1936) los representantes de Falange, de la Policía madrileña y de la Facultad de Medicina testimonian que, efectivamente, en 1934 se había dado de baja en el partido socialista, que no había actuado posteriormente en política y que durante la República solía decir que la derecha estaba pagando las tonterías que había hecho y la izquierda tendría que pagar las tonterías que estaba haciendo.
El instructor del expediente dictaminó que de los antecedentes de García del Real "se deduce un cierto liberalismo" (que el encausado explicó como el sentido de la libertad propio del catolicismo que profesaba, explicación que le fue aceptada). Pero que estaba claro "que su actuación pública anterior al Movimiento Nacional se caracterizó por su españolismo y distanciamiento de los izquierdistas antinacionales", por lo que decidió "proponer la readmisión sin imposición de sanción de don Eduardo García del Real, catedrático de Historia de la Medicina". Concluido el proceso, la resolución fue publicada en el BOE el 3 de septiembre de 1940. Seis meses antes (el 1 de marzo), García del Real había cumplido 70 años y se había jubilado. En los archivos de la Complutense consta que cobró su última nómina como catedrático en marzo de 1940. La oposición en que Laín ganó la cátedra vacante se celebró dos años después, a finales de 1942.
A partir de ese momento, Laín
realizó una obra ensayística y mantuvo unas posturas políticas que siguen siendo polémicas: unos admiten sus tardías afirmaciones de que los errores políticos que cometió tenían nobles intenciones; otros piensan que sus esfuerzos por flexibilizar el franquismo desde dentro no pasaron de ser un parche acomodaticio carente del valor (y de las consecuencias) que tuvo la rebelión de Ridruejo. El debate es difícil de objetivar. Pero lo que nadie discute es que desde su cátedra universitaria Laín profesionalizó por primera vez en España las Humanidades Médicas y realizó dentro de estas disciplinas una obra teórica de gran amplitud que alcanzó el máximo prestigio nacional e internacional. Y, teniendo en cuenta que esa obra académica iba destinada a un reducido grupo de especialistas, y que del resto de sus actividades podría haber obtenido muchas más gratificaciones sociales y económicas, habría que preguntarse por qué dedicó a la investigación histórico-médica tantos miles de horas y tantos cientos de páginas un hombre al que "la Victoria se lo había dado todo".
La "guerra de las esquelas" a la
que estamos asistiendo, así como la afición a tirarse las listas de muertos a la cabeza, están resultando tan estériles como dañinas. Y a ellas se añaden las informaciones que sustituyen la investigación rigurosa por la difamación insidiosa. La Guerra Civil española, como otros conflictos semejantes que provocan una brusca crisis social desastrosa, podría ser una excelente ocasión para analizar la forma en que el fanatismo suele convertir al grupo rival en enemigo absoluto a exterminar; para estudiar la facilidad con que se destruye la frágil capa de la civilización y se desencadena la bestia humana; para comprender mejor la forma en que en ese tipo de conflictos se mezclan las convicciones ideológicas, los intereses particulares, las obligaciones familiares y los rencores personales o sociales; para explorar la similitud de los procesos psicológicos que empujan a la barbarie a los "hunos" y a los "hotros" (Unamuno). Pero para eso sería necesario analizar racionalmente los mecanismos psicosociales comunes que empujan a los "hunos" y a los "hotros" a crímenes similares justificados por ideologías opuestas. Y eso es mucho más difícil que seguir creyendo firmemente en la propia ideología y denunciando, con razón o sin ella, a los que en su día creyeron en la contraria. Aunque también es mucho menos ridículo que exigirles a los unos y a los otros que pidan cristianamente perdón.
José Lázaro es profesor de Historia y Teoría de la Medicina. Universidad Autónoma de Madrid.
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