Un Mig para James Salter
El escritor recuerda sus días de piloto de caza en Corea. "El destino era parte del juego. Nadie lloraba"
Miré en los ojos de James Salter y ahí, en un azul tan profundo como el cielo de aquellos días ardientes de la guerra de Corea, volando sobre el río Yalu, vi el Mig-15, plateado, hostil, completo en cada extraño detalle, silencioso como un tiburón.
Salter (Passaic, Nueva Jersey, 1925, née James A. Horowitz), uno de los grandes prosistas norteamericanos, piloto de caza en su juventud -más de cien misiones bélicas en Corea, un reactor ruso derribado en 1952, otro dañado-, autor de Pilotos de caza (El Aleph, 2003), de Cassada, se alojaba en un pequeño hotel en la calle de Mallorca durante su visita privada con su mujer, Kay, a Barcelona. Nos sentamos en el vestíbulo a hablar de sus flight years. Extraje torpemente mi ajado volumen de Gods of tin, antología de sus mejores páginas de aviación, y le expliqué cómo durante años me ha acompañado en el cielo. Sólo lo leo en los aviones, para conjurar el miedo a volar. Sonrió, le debió parecer tan exótico como que una vez recorriera medio Pekín con Pilotos de caza (The hunters) bajo el brazo para ver en el Museo del Ejército del Aire chino un Mig-15 igual que aquellos a los que él se enfrentó en Corea a los 26 años. "Yo también tengo miedo, como pasajero", dijo cortésmente. Su voz hipnotizante, profunda, con un fondo rasposo. Sus palabras, precisas, certeras como su escritura. "Pilotar un avión, en cambio, no da miedo. Se parece a conducir un automóvil. Volar, como la mayoría de cosas de trascendencia, como la música, es método".
"No tenías tiempo para el miedo. Hay una opresión cuando maniobras a gran velocidad, como ser estrujado por una pitón"
Abrió mi baqueteado ejemplar de Gods of tin, se detuvo en el hermoso pasaje sobre su bautismo en el aire. "¿Por qué ha subrayado la palabra incandescencia?". Le respondí que porque me parecía una calidad intrínseca a todo aviador. Asintió. ¿Se acuerda de cuando volaba sobre el Yalu, la frontera con China, la barrera que no podían traspasar para dar caza a los Migs?, continué atropelladamente. "Recuerdo el Yalu, créame", respondió pidiendo paciencia con la misma mano de cortos dedos y anchos que una vez empuñó los mandos de un F-86 Sabre, domeñando su mortífero poder. Le dije que sus imágenes del vuelo en Pilotos de caza, novela basada en sus experiencias en el Cuarto Ala de Cazas de la USAF, son dignas de Shelley: la soledad, la limpieza del aire, la luz. "No lo había oído, se lo agradezco, me hace sonrojar. Puede que en algún aspecto, pero Pilotos de caza es un libro muy masculino, evoca el poder del vuelo; Shelley no es así, es un joven genio lírico. Dicho esto, acepto el cumplido".
¿Hasta qué punto es él, Salter, el inolvidable protagonista de Pilotos de caza, Cleve Connell? "Buena pregunta". Reflexionó unos segundos. "En algunas cosas, sí, lo soy. En Corea volé con gente que logró seis o siete victorias. Ases. Algunos no eran nada especial. En cambio, otros...". Aproveché para enseñarle mis fotos del museo de Pekín. Las estudió con interés. "Éste es un Mig-15, los estabilizadores muy altos en la cola lo hacen inconfundible. Migs... yo también he visto algunos". Sonreímos a la vez, como dos imposibles camaradas, y eso me hizo absurdamente feliz.
¿Recuerda la primera vez que vio un Mig? ¿Plata, rápido, zuuuum? "Llevas casco, y auriculares, no oyes nada". Pero habrá sido excitante. "Como ver un tiburón, aunque el Mig-15, chato, parecía más un jabalí. No exactamente fascinación. Algo de miedo. Pasa muy deprisa. A veces los ves muy lejos, tres o cuatro millas. Giras y ya no están, como peces en el agua. Eso era antes, ahora nada es así. Todo cambió. Ves a los aviones enemigos en una pantalla, nunca en directo. La gente cree que los primeros duelos de reactores, en Corea, fueron el principio de la nueva guerra aérea: fueron el final de la antigua". Migs y Sabres, bestias de leyenda, plata helada en cielos tan claros que puedes ver el mañana. "Una diferencia era crucial: nosotros teníamos ametralladoras, ellos cañones. Podías ver sus proyectiles en el aire, grandes como vasos de whisky, con espacio entre un disparo y otro. Las ametralladoras eran femeninas en comparación, balas del tamaño de dedos o corchos de botella, ráfagas seguidas". Allá arriba, el miedo, el eclipse del coraje. "Sientes la garganta que quema, pero no es miedo, creo, es por la altura. No tenías tiempo para el miedo en pleno combate. Hay una opresión en el pecho cuando maniobras a gran velocidad, como ser estrujado por una pitón". Venían en enjambres -Bandit trains, les llamaban ustedes- desde sus aeródromos en China, Taechong, Antung. "Como nidos de avispas, sí; nos decían por radio: 'Polvo en las pistas'; algunos cruzaban el Yalu para cazarlos, aunque estaba prohibido. Nunca sabías si los ibas a encontrar. '¡Migs!, ¡many, many!', oías gritar por los auriculares. Pero ¿dónde?". Salter se veía feliz, de nuevo en el aire. La lucha, la angustia -¡bogies a las 12, fellows!, ¡¿dónde estás, Yellow líder?!, Break left, break left!...-. "No tenías muchas opciones. No era algo de pensar. Era habilidad, coraje, experiencia. Había pilotos muy agresivos. Terrific pilots. Y otros que querían seguir con vida a toda costa. Una mezcla. No todo el mundo es un as. Algunos tenían miedo cada vez que despegaban". Miré hacia otro lado y le pregunté por Casey Jones, el as ruso de Pilotos de caza, Némesis de los Sabres. "Hubo verdaderamente uno al que llamábamos así, por la canción. Y es cierto que había pintado su Mig de rayas. Se hablaba mucho de ello en la cantina. Cazó a Davis". Vaya, ¿qué fue del ruso? Ciertamente, no lo derribó el ficticio Cleve. "No lo sé, yo ya estaba en Berlín entonces". La mención de la película que de Pilotos de caza hizo Dick Powell con Robert Mitchum como Cleve arranca una mueca de desdén a Salter.
Se conmovió el escritor al enseñarle un libro (Korean War Aces, de Dorr, Lake y Thompson), recorrió con devoción las fotos y los dibujos de los Sabres de su escuadrilla decorados con el bonete de guerra piel roja, emblema de la 335ª. Subrayó nombres de sus antiguos compañeros con un bolígrafo: Thyng, Bud Mahurin, Boots Bleese -"que no había visto un Mig en un año de vuelos y en dos meses derribó diez"-, Lilley, Felix Asia ("shot down", anotó pausada, meticulosamente, en el borde de la página)... Fue fantástico imaginar a esos tipos subidos a las mesas como él los describe en sus memorias, Burning the days, recitando Gunga Din, y oírle pronunciar el nombre del as James Jabara... "Yabaaaaara".
¿Recuerda Salter el Mig que derribó él? "¡Claro, coño!", exclamó con inesperada vehemencia como si volviera a aquel día sobre el Yalu: el cielo de un azul ardiente, unos pocos impactos en el ala derecha del reactor enemigo, luego, más cerca, una ráfaga completa en el fuselaje; flashes intensos, radiantes. ¿Murió el piloto? "No, saltó en paracaídas. Y nadie disparaba a los paracaídas. Ese piloto volvería con otro avión y tendrías la oportunidad de lograr otro derribo, así lo veíamos. No era una cuestión de sangre, no era el piloto lo que cazabas, era el avión". Pero morían compañeros. "El destino era parte del juego. Nadie lloraba. Había un fatalismo. El mal tiempo, los accidentes, fallos mecánicos. Hace 50 años las cosas no eran tan fáciles ni tan seguras como ahora".
Volar, ser piloto de caza, el deseo de victoria, las portas de las ametralladoras ennegrecidas, el pequeño extra de coraje y orgullo que marca la gran diferencia, the burning fever, los Migs, la juventud, ¿cuánto ha influido eso en Salter? "Hizo de mí lo que soy, fue un gran viaje, pero no es lo más importante de mi vida". Volví a mirarlo a los ojos y efectivamente ahí había mucho más que aviones: su camarada Edgard White convertido en cenizas en el módulo del Apolo I, su paternal amigo Irwin Shaw (el novelista de Young lions y Hombre rico, hombre pobre) en el lecho de muerte, su hija Allan, fallecida trágicamente de niña al electrocutarse en la ducha... Y estaban las mujeres, el sexo, los night clubs de neón -Miyoshi's, La Hula Rumba-, y la literatura, sus novelas y relatos -Años luz, Juego y distracción, En solitario, Anochecer (todos en El Aleph) y Última noche (Salamandra)-. Salter malinterpretó mi mirada: "¿Es bastante? Cuando pasas mucho tiempo hablando dejas de decir la verdad, y más si se bebe", bromeó. Nos despedimos cordialmente. Luego, le dejé en recepción aquel libro que tanto le había gustado sobre los ases de Corea y la pequeña maqueta de un Mig que llevaba conmigo. Un Mig para Salter. Me marché enormemente agradecido, recordando sus palabras: "Todo es un disparate excepto el honor, el amor y lo poco que conoce el corazón". Salter, alto y admirable, directo, sucinto. "Feeling of courage. Great desire to live on".
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