La urbe melancólica de Bergia
Tras ocho años de silencio, el cantautor evoca en el agridulce disco 'Cedaceros 4' la capital en blanco y negro que le vio crecer
Ésta es la historia de un hombre en la frontera del medio siglo y de una ciudad que ya sólo existe en la memoria del niño que fue.
"Aún recuerdo aquellos días de la trenca y el verdugo (...) / Un Madrid en gris y negro / con monóculo y sombrero / dando palmas al sereno / con el chuzo y el llavero". (Aquellos días).
Hubo un tiempo en que las camionetas con las barras de hielo surcaban las calles de Madrid, las tiendas de ultramarinos olían a gato, los críos vestían pantalones de tergal y coleccionaban cromos de Bonanza. Aquella urbe entrañable, áspera y grisácea revive ahora en Cedaceros 4, el disco con el que el cantautor Javier Bergia, madrileño de 1958, regresa a la primera línea musical tras ocho años de silencio. El álbum toma su título de la dirección familiar donde Javier jugó a ser un niño "a veces pijo, y a veces jipi", donde conoció a Tip y Coll o escuchaba al actor Roberto Somoza declamando en el piso de arriba. Y aunque se dice más propenso al humor que a la nostalgia, sintió que debía saldar una deuda de gratitud. "Necesitaba contar y cantar estas cosas para conservarlas. Era casi una cuestión de lealtad", reflexiona.
La singladura musical de Bergia ha discurrido casi siempre con el paso cambiado. Su excelente disco homónimo de debú -hoy pieza de coleccionista- llegó en 1985, una época en la que cotizaban más la estética y la actitud que las canciones con mensaje. Abrazó luego la cultura oriental sin que apenas hubieran despuntado los ritmos étnicos, y se interesó por la música instrumental justo cuando se desvanecía el fenómeno de la new age. Así las cosas, puede que Cedaceros 4 (Factoría Autor) constituya su última gran oportunidad para reengancharse al circuito, pero estas disquisiciones parecen preocuparle poco. "Si con casi 50 tacos no has caído ni te has suicidado, puedes considerarte un triunfador. Me conformo con tocar mis tablas hindúes y darbukas, y con soñar con que algún día escribo canciones dignas de Rickie Lee Jones".
"Recuerdo a nuestro padre camino del exilio / (...) Se fue con la esperanza cansada de este siglo / No pudo despedirse, maldito aquel domingo / Recuerdo aquellas manos heladas como el frío". (Epílogo).
El álbum no sólo refleja la infancia de su protagonista. Aporta datos minuciosos de cuestiones muy íntimas: la pérdida de los padres o los altibajos en materia sentimental. "No hay pudor que valga", exclama. "Esta vida es muy efímera, ya he visto marcharse a mucha gente y quería rendirles un homenaje. Me irritan esos discos en los que no se cuenta nada. No podría conformarme con el estribillo facilón y el Todo me parece bonito, o similar".
"Madrid era una caja de sorpresas / Yo tenía aquel dos caballos / No había que dormir, no importaba el porvenir / Cada noche por delante, hasta el amanecer / entregados al placer, como siempre dando el cante". (Dulces años).
Admira, por contraposición, voces como la de Ismael Serrano, con quien ha trabajado en varias giras y ahora comparte esta canción, indisimulada alabanza de la década de los setenta. "En este país idolatramos los ochenta, esa generación de niños destetados que se promocionó con argumentos mucho más políticos que artísticos. Y por culpa de eso nos hemos quedado sin algunos referentes fundamentales". Añora los discos de Stephen Stills, el rock progresivo, el sonido Canterbury o aquellas apasionadas tertulias entre los seguidores de Lennon y los de McCartney en las que él, eterno polemista, siempre se alineaba con Harrison. "Supongo que ya entonces me sentía cómplice de su rollo oriental. Me siguen interesando mucho más aquellas culturas que el capitalismo salvaje. No entiendo a esta Europa que globaliza los recursos pero no los beneficios, y me repele vivir de escándalo a costa de que medio mundo se muera de hambre".
Sabe que a veces le pierde el énfasis, la pasión desbocada, pero Bergia ha alcanzado esa edad en la que no hay nada mejor que llamar a las cosas por su nombre. "Como artista, siento que aún debería aplicar una mayor osadía. A veces se me ocurren ideas disparatadas, casi expresionistas, que aún no me he atrevido a plasmar en un disco. Pero como ser humano procuro mirarle a la vida de frente, coger el toro por los cuernos. He aprendido a convivir con la muerte y no tenerle miedo. Sólo me aterrorizaría volverme loco y no ser capaz de conducir por mi cuenta la bicicleta de la vida".
"La puerta se cerró, y hasta siempre, Madrid / Razón, portería / Una copa de coñac y el perfume de un amor / por la calle de Alcalá, tu risa fácil / firmemente burlesca, tras el cristal empañado del Café de Lyón". (Cedaceros 4).
Se recluyó durante años en Val de Santo Domingo, un pueblecito toledano. Ahora Bergia ha preferido mudarse a la periferia madrileña para recuperar algo del pulso urbanita y retomar su relación de amor y odio con la metrópoli. Ha recobrado la curiosidad y hasta el asombro en sus paseos por la Gran Vía, pero algunas heridas aún supuran. "Sospecho que se sentirían más orgullosos de mí si hubiera sido vasco o catalán", rezonga, "pero tuve la desgracia técnica de nacer en Madrid y llevo pagando ese pato 30 años. El Madrid de mi infancia transcurría en blanco y negro, pero al de hoy le afectan otros males: me parece una ciudad de paso, un aeropuerto. Y aunque debamos agradecerle su talante acogedor, a ratos también me parece un lugar demasiado moderno y difuminado".
"Qué fue de aquellos labios que perfilaron / sueños e ideales compartidos bajo el frío de Neptuno / (...) quizás nos faltó un suspiro para fundirnos en uno". (Por los mares de Cupido).
Apura el vaso de agua mineral, acalorado por la conversación. Pero concluye con media sonrisa: "Soy melancólico pero vitalista. Agradecido a la vida. Es lo que me permite seguir adelante".
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