El triunfo de los chicos de barrio
Estopa celebra su décimo aniversario con un accidentado concierto
Más contentos que un chiquillo a la salida de clase se les veía anoche a los Estopa. Ni en la más húmeda de sus ensoñaciones habrían imaginado 10 años atrás, embadurnados de grasa hasta las cejas en la Seat de Martorell, que la aristocracia del pop español acabaría aplaudiéndoles el ingenio y canturreando sus canciones. Pero ahí los tienen: David y José Muñoz, con ese gesto de tímidos pilluelos que no han perdido, reventaron anoche el teatro Calderón para celebrar su décimo aniversario. Ni asomo de celebridades en el patio de butacas; aquel era territorio exclusivo para chicas enamoradizas, chandaleros efusivos y rumberos muy curtidos en las aceras. El gracejo suburbial, que conserva una parroquia entusiasta.
Sigue funcionando la fórmula resultona con la que acertaron
Era el estreno de este disco conmemorativo, X Aniversarium, que han titulado con un latinajo guasón, pero por momentos pareció que esta crónica terminaría saltando a las páginas de sucesos. Porque el sarao a ratos resultó más accidentado que un siniestro con el Seat Panda (que diría la canción). Arrancó 35 minutos tarde, los pies de micrófono entraban y salían del escenario sin motivo aparente, las guitarras parecían llevar años sin cruzarse con un afinador, los músicos se recolocaban los pinganillos con la desesperación de quien acaba de quedarse sordo y, en plena interpretación de La raja de tu falda, el sonido se fue al carajo. ¿Indignación popular? ¡Qué va! La platea se levantó enardecida, el personal coreó el estribillo como si le fuera la vida en ello.
Sorprende corroborar que la fama no parece haber variado hábitos ni talante en estos dos hermanos de Cornellà. Seguimos encontrándolos tan humildes, enemigos de la afectación y mal afeitados como antaño. Desde que son treintañeros tan sólo han perdido algo de silueta.
Son como les ven: sencillos, currantes, sin dobleces, adictos a las videoconsolas. Y hemos terminado agradeciéndolo. Para imposturas siempre habrá donde dirigir la mirada. Y ninguno de esos impostores podrá marcarse monólogos surrealistas como los que iba suministrando David: "¿Vosotros creéis en Dios? Es que tengo un vecino judío que me come la olla...".
Empezaron los dos hermanos a solas, sin escenografía, y a partir de Luna lunera descorrieron el telón y dieron rienda suelta a la banda al completo. Diez minutos más tarde, cuando Ana Belén cobró cuerpo entre tinieblas para interpretar Ya no me acuerdo, el concierto parecía otro.
Ha transcurrido ya una década, pero todavía sigue funcionando la fórmula resultona con la que acertaron, por pura intuición, aquellos dos currantes enfundados en el mono azul. El descaro de Extremoduro mezclado con la salerosa rumba catalana. Las casetes de Los Chichos en los expositores de las gasolineras. El ventilador en la mano derecha de la guitarra. La picardía y el orgullo periférico. Mucha labia charnega y ese genuino puntito calorro que nadie podrá adoptar nunca como pose: hay que haberlo mamado.
La exaltación de la periferia racial, las apelaciones a la luna y las caderas femeninas, continúan gozando de buena salud. Por eso los chicos de barrio gritaban y sonreían tanto anoche, ufanos ante la magnitud de su triunfo.
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