El tramo oscuro de Gran Vía
La Gran Vía fue para mí un lugar más literario que real al leer, el año 1986, la excelente novela de Álvaro Pombo Los delitos insignificantes, una de las mejores de su primera etapa. El libro arranca con el encuentro en una cafetería entre el protagonista, Ortega, escritor frustrado de mediana edad, y un joven bien parecido, Quirós, que ha quedado en Callao con su novia para ir al cine. La novela es madrileñísima de localización (lo cual no quiere decir que sus escenas sean matritenses), cobrando en ella un aura inquietante, por ejemplo, comercios tan poco misteriosos como las Cristalerías Quevedo, en Quevedo, o calles del apocado calibre de José Abascal. Ortega y Quirós vuelven a citarse más de una vez en la misma cafetería donde se han conocido entre el gentío una tarde muy calurosa de mitad de julio, estampa que le inspira a Pombo esta hermosa y característica reflexión: "Verosimilitud e inverosimilitud intercambiaban velozmente sus papeles".
Delante del cine Imperial, un señor vendía libros prohibidos por la censura franquista
Aunque ahora que he vuelto a sus páginas no encuentro el nombre, sigo convencido (quizá porque el propio autor así lo dijo en su momento) de que la cafetería en cuestión era Fuyma, durante muchas décadas emplazada en la esquina de Gran Vía con la pequeña calle de Miguel Moya, frente a Callao, y hoy desaparecida, pese a lo cual, o quizá por eso mismo, mantengo hacia ella una -digámoslo así- reverencia, pues fue el primer café madrileño al que me llevaron mis padres en la primera visita que hice a la capital, a la quebradiza edad de 13 años. Teniendo Fuyma aires cosmopolitas, al menos para una sensibilidad alicantina todavía incontaminada por el boom turístico, yo me debí de tomar una Mirinda o algo más inocuo, y tampoco creo que mis padres, una feliz pareja de poco beber, pidiesen whisky. Mi padre, eso sí, fumaba por entonces, y fumó en Fuyma.
Cuando después, poco antes de cumplir los 17, vine a vivir aquí, yo iba mucho, más de lo que voy ahora, a la Gran Vía; Fuyma seguía en su sitio, pero mi polo de atracción eran los locales de estreno que entonces jalonaban la (mal) llamada avenida de José Antonio. Enfrente del Palacio de la Música y del Avenida, que ya no son de cine, había otro más pequeño, el Imperial, y delante del Imperial un señor que vendía libros solapadamente. Libros prohibidos por la censura franquista, que uno ojeaba mirando receloso a ambos lados de la acera, como en las cintas de espionaje.
Al señor del cine Imperial le compré mi primer Jean Genet, por azar pero con mucha lógica, pues la venta ambulante de ese material prohibido se hacía a pocos metros de la calle de la Ballesta, que el autor francés habría encontrado congenial. No todos los libros que adquirí de aquel modo peripatético tenían la misma sintonía con la mala vida; conservo aún, fechados y localizados, un tomo de teatro de Alejandro Casona y un ensayo sobre el Opus Dei publicado en Francia por Ruedo Ibérico.
Entre otras muchas piezas conmemorativas del centenario, he leído en la revista Tiempo una condensación muy bien hecha por el historiador Ignacio Merino de su Biografía de la Gran Vía, que acaba de publicar Ediciones B. Merino divide su relato viario por tramos, y nos da pinceladas y datos muy interesantes de cada uno de ellos. Así me entero de que Conde de Peñalver no sólo es una calle muy cercana a mi corazón, sino un alcalde de Madrid emprendedor e ilustrado, fundamental en el nacimiento y buena parte de la morfología de la nueva arteria ciudadana, que al ser inaugurada por el rey Alfonso XIII en 1910 llevó en su primer tramo (o Avenida B, y me gusta esa denominación propia de novela utópica) el nombre del conde-alcalde.
Me resulta difícil decidir cuál de los tres tramos me seduce más, aun cuando sea nostálgicamente. En el que va desde la Red de San Luis hasta Alcalá hubo mucho pecado, según cuentan. En los salones de Sicilia Molinero fui, siendo estudiante universitario, a mi primera boda madrileña (excuso decir que yo no contraía), y me causó un cosquilleo el estar al lado del Abra y enfrente de Chicote, bares de renombre deletéreo. Un poco más arriba de la acera del Abra venía la posibilidad de expiación en el Oratorio del Caballero de Gracia, obra maestra de Juan de Villanueva, el autor del Museo del Prado, y una de las joyas artísticas más desconocidas de la ciudad, siempre que se vea desde la fachada principal y entrando a visitar su ingeniosísimo interior.
No cabe duda de que estéticamente el más hermoso es el que arranca desde la plaza de España y llega hasta Callao, con su efecto de trompe l'oeil empinado. Aunque tiene construcciones de mérito arquitectónico, para mí es un tramo de marisquerías, el lugar donde vivió mucho tiempo en un apartamento envidiable del edificio Coliseum el escritor Eduardo Mendicutti y, justo al lado, del ya inexistente cine Azul, donde era fácil sentirse blue y, años después de leer a Pombo, me atreví a situar una escena de alta comedia freudiana dentro de una novela de comunistas.
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