El supremo valor de la palabra
En la procelosa nómina de yokoonos que en la historia de la música popular han sido, tendremos que ir buscándole lugar de honor a Kelley Lynch. Lo que hizo estuvo muy feo, sí, pero igual acabamos dándole las gracias. De no ser porque esta pérfida señora, manager y amante esporádica de Leonard Cohen, se dio a la fuga en 2005 con cinco milloncejos de su teórico protegido, es muy probable que el hombre del sombrero no se hubiera tomado ayer la molestia de pasar el día en Madrid. Con un suculento retiro asegurado, el autor de Chelsea hotel quizás hubiera dedicado el invierno de su vida a ocupaciones mucho más ociosas y reposadas, ya fuera la horticultura, la meditación trascendental o la literatura zen. Desplumado y con el pundonor seguramente malherido, ha optado por pasar a la acción y demostrarnos lo que vale un peine. Son las paradojas de la economía en la era Madoff: la señora Lynch mete la mano en bolsillo ajeno, se garantiza la manutención para varias generaciones y aún debemos congratularnos por circunstancia tan pintoresca.
Leonard Cohen
Leonard Cohen (voz, guitarra), Roscoe Beck (director musical, bajo), Bob Metzger (guitarra, pedal steel), Xavier Mas (bandurria, laúd, guitarra de 12 cuerdas), Neil Larsen (teclados), Dino Soldo (vientos), Rafael Bernardo Gayol (batería, percusiones); Sharon Robinson, Charlie Webb, Hattie Webb (coros). Palacio de los Deportes. De 50 a 82 euros. Lleno (9.840 espectadores). Madrid, 12 de septiembre
A estas alturas la tranquilidad habrá vuelto, sin duda, a las finanzas de don Leonardo. Centenares de miles de seguidores se han encargado de ello desde que, el año pasado, decidiera lanzarse a la carretera por medio mundo para restablecer el orden natural de las cosas. Hacer caja es razonable en una edad como la suya, justo una semana antes de celebrar su tercer cuarto de siglo. Los espectadores lo asumen y aplauden porque Cohen les ofrece exactamente todo aquello por lo que ha alimentado tantos suspiros de admiración durante estos últimos 42 años. Lírica cantada, la honda voz de la sabiduría, retazos de la vida en estado puro.
"No sé cuándo sucederá esto de nuevo", le confesó al auditorio en tono casi sombrío, "así que vamos a darles cuanto tenemos". El resultado fue un concierto de tres horas y cuarto a cargo de un hombre que irrumpe al trote en escena, se arrodilla mientras bisbisea las líneas más melodramáticas de sus letanías, retira el sombrero de su cabellera cuando los músicos abordan los mejores solos y parece sinceramente emocionado ante la visión de un pabellón que le recibe puesto en pie. Como el aprecio es sincero y recíproco, nuestro hombre de perfil aguileño opta por no escatimar ninguna perla de ese repertorio lúcido, atormentado y arrebatador que le garantiza, alabado sea, unos cuantos siglos de inmortalidad.
Es verdad: le guardaremos cierta simpatía a la malvada señora Lynch. Su figura concede, bien pensado, una inesperada dimensión adicional a ciertas canciones. Kelley representa la medicina más amarga contra el amor, esa enfermedad irreversible (e incurable) que tan bien se glosa en There ain't no cure for love. En unos tiempos en los que, por grotesco que parezca, nuestros músicos riman "love" con "putón" en las listas de éxitos, bien está reivindicar el auténtico valor de la palabra. Ese bien supremo al que Leonard Cohen ha concedido toda su vida un papel quintaesencial.
Ah, el amor. Nuestro judío errante convierte los dos triángulos de la estrella de David en sendos corazones como símbolo que preside su gira presente. El poeta observa a su alrededor y formula un diagnóstico seguramente ineludible: "He visto el futuro, hermano, y es asesinato" (The future). Pero quedará siempre el bálsamo, o la tortura, de las Suzanne, Marianne, las chicas del chubasquero azul o las conquistas fugaces en un hotel neoyorquino. Incurran en el vértigo del amor, parece murmurarnos el maestro. Aunque duela. Incluso aunque salga caro.
Quedaba la duda de cómo se defendería un hombre en edad de jubilación ante un espectáculo de esta envergadura. Cohen resiste airoso con su plegaria de ultratumba, en esa misma tesitura de barítono imposible a la que, con el azote de los años ("me duelen los lugares con los que solía jugar", rezonga en Tower of song), también se han abonado Dylan o Tom Waits. Cuenta con el respaldo de una banda antológica, en la que, sin ánimo de volvernos chovinistas a estas alturas, sólo cabe asombrarse con el barcelonés Xavi Mas, responsable último de que Who by fire huela a Mediterráneo y Dance me to the end of love parezca un sirtaki griego.
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