Y de primero... Lenny Kravitz
El músico enardece el 40Café de la Gran Vía la noche de su inauguración
Andaba Tony Aguilar ponderando las excelencias gastronómicas del 40Café, con una carta que combina los sabores españoles, italianos, orientales y tex mex, cuando el ubicuo maestro de ceremonias de los 40 Principales acertó a pronunciar la frase de la noche: "Hablando de comidas, chicas, ¡ha venido Lenny Kravitz!". El artista neoyorquino fue el encargado de inaugurar el nuevo local de Gran Vía 55 y de alborotar a sus seguidores (y, sobre todo, seguidoras) con esa pose entre sexy, chuleta y fibrosa, apenas concebible para las 47 primaveras que se le atribuyen.
Kravitz se marcó una actuación privada y sin apreturas de tiempo (nueve temas, una horita exacta). Fue casi una jam session para los cerca de 300 invitados que consiguieron hacerse un hueco en el local. Por ahí desfilaron ejecutivos y demás encorbatados ilustres, pero, sobre todo, nombres significativos del pop español: La Oreja de Van Gogh, Antonio Carmona; Jorge Ruiz, de Maldita Nerea (con colgante de tortuga... de Maldita Nerea), unos desmelenados 84 (con greñas y barbucias recomendadas por algún estilista enemigo) o Álvaro Benito, de Pignoise, dueño de unos pantalones pitillo que desaconsejarían nueve de cada diez cardiólogos españoles. Por la zona más noble -la del reservado al que solo se accedía con pulserita verde o gris- se divisaba hasta al entrenador de la selección española de fútbol, Vicente del Bosque, departiendo con otro madridista de pro, el cantaor José Mercé.
Presentó su nuevo disco, 'Black and White America', y repasó sus éxitos
Lenny presentaba nuevo disco, el aceptable Black and White America, pero se despojó de ataduras promocionales y otorgó prioridad a sus grandes éxitos. Empezó por un I belong to you con la armonía alterada, y fue a partir de Are you gonna go my way?, título de su tercer álbum, cuando el piso inferior del café entró en efervescencia. Sobre todo gracias al trabajo de un guitarrista eléctrico de inquietante parecido con Brian May y a un saxofonista heredero del gran Clarence Clemons.
La estrella afroamericana solo abandonaría la banqueta durante los primeros compases de Fly away, pero la parroquia pareció enloquecer con su camiseta ceñida, los brazos cincelados, los tatuajes infinitos, esa dentadura de blanco nuclear. Y tras un par de baladas llegaría la avalancha final: Mr. cab driver', Mama said y Let love rule. Hasta los más aletargados por efecto de la coctelería acabaron balanceando las caderas.
El resto del público aprovechó el evento para curiosear por las instalaciones, las mismas donde comprábamos casetes y vinilos del Discoplay cuando todavía existían tiendas de discos en esta ciudad. Algunas pistas. La escalinata de entrada presenta miles de lucecitas lisérgicas. Las paredes están decoradas con imágenes históricas de la familia 40; entre ellas, alguna tan simpática como la de un Alejandro Sanz pipiolo que mira con gesto pilluelo la melena ingobernable de Joaquín Luqui. Y los servicios son de esos tan modernos que todo funciona de manera automática: el agua, el jabón, la luz. Riñones e hígado corren, de momento, por cuenta de cada cliente. Pero todo se andará, quién sabe.
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