Una evaluación devaluada
La prueba de nivel debería servir para la mejora del sistema, de cada centro y cada profesor. Potencialmente permite detectar fortalezas y debilidades, comparar el sistema consigo mismo en el tiempo (año a año) y en las distintas facetas de su trabajo (entre materias, etcétera), así como centros y profesores entre sí, y obrar en consecuencia. La evaluación, sin embargo, es delicada y requiere ciertas condiciones.
En el contexto español hay dos peligros. Uno es rechazarla, suponer que el profesor lo hace bien por el hecho de serlo (el tan mentado reconocimiento profesional) y no ha de ser evaluado, él, que evalúa a sus alumnos con efectos decisivos y de largo alcance. En el fondo, toda profesión aspira a poder llegar a afirmar con tranquilidad, como entre los cirujanos: "El paciente murió, pero la operación fue un éxito". De hecho, la evaluación está encontrando más resistencia entre el profesorado de primaria y secundaria que entre el universitario y otras profesiones.
Otro es suponer o dejar creer que la enseñanza, o el aprendizaje, es una simple carrera entre iguales en condiciones iguales, cuando ni unos ni otras lo son. Esto tiene, al menos, dos consecuencias: primera, que el logro a comparar no puede ser el absoluto, el punto final alcanzado, sino el relativo, el valor añadido, teniendo en cuenta el punto de partida, el alumnado que el centro y el profesor tienen; segunda, su corolario, huir de rankings, palmarés y otras simplificaciones del estilo.
La consejería ha cometido el segundo error, lo que fomentará y legitimará el primero. Los resultados, como se esperaba (aunque menos de lo que se esperaba) favorecen a la enseñanza privada, una parte de la cual filtra a sus alumnos. Esto empujará al público hacia ella y, de paso, exime a las autoridades del deber de cambiar desde dentro la pública, pues ya se ocupará el mercado. Las explicaciones de la consejera, una neutra (la dificultad) y otra prejuiciosa (los inmigrantes), abonan un modelo circular: la Administración permite el desequilibrio en la distribución de alumnos y luego la invoca, con el efecto de reforzar las estrategias organizativas y familiares de evitación; los centros públicos de menor calidad, por otra parte, se sentirán justificados, aunque ofendidos. Peor el remedio que la enfermedad.
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca. www.enguita.info
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Opinión
- VIII Legislatura CAM
- Enseñanza privada
- Consejerías autonómicas
- Gobierno Comunidad Madrid
- Calidad enseñanza
- Parlamentos autonómicos
- Estudiantes
- Colegios públicos
- Política educativa
- Comunidad educativa
- Madrid
- Enseñanza pública
- Gobierno autonómico
- Colegios
- Comunidad de Madrid
- Centros educativos
- Parlamento
- Política autonómica
- Comunidades autónomas
- Administración autonómica
- Sistema educativo
- Educación
- Administración pública
- España