Los bulos del árbol de hormigón
Sáenz de Oiza diseñó Torres Blancas en los sesenta con el objetivo de provocar
Torres Blancas es un nombre engañoso, porque sólo hay una y es gris. De todas las historias que corren por ahí, sólo es cierto que el nombre está así, en plural, porque en principio había dos atalayas proyectadas. No es verdad que la segunda se dejase de construir por problemas económicos. "Es uno de los muchos bulos que existen sobre el edificio", explica Javier Sáenz, hijo del arquitecto Sáenz de Oiza.
Los problemas fueron de licencia. "Al Ayuntamiento le daba reparo la arquitectura que iba a salir y puso muchas pegas", dice. "Ahora, para vender un proyecto necesitas una presentación multimedia, pero lo que se llevaba en los sesenta eran los acuarelistas argentinos". Oiza encontró uno que "camuflase" lo radical del proyecto y así pudo ganar el permiso para edificar la primera torre.
El segundo bulo asegura que la idea era forrar las torres de mármol blanco, o, según las versiones, construirlas con hormigón de ese color, y que una vez más, se quedaron sin dinero. Para nada. "El hormigón visto estuvo siempre en el origen del proyecto, se bautizaron Blancas en honor a las pinturas y el purismo de Le Corbusier", explica Javier Sáenz que se crió en la torre gris, donde vivió su padre (con sus siete hijos, cuatro arquitectos) hasta su muerte en 2000. Lo que nos lleva al último bulo: cuentan que el arquitecto se mudó al edificio para demostrar que su creación era vivible, ante las críticas de que en aquellas salas redondeadas no había forma de amueblar una casa. "¡Qué va!", zanja Sáenz, "entonces era habitual que el constructor le diese un piso al arquitecto como parte de sus honorarios".
Juan Huarte, el promotor del proyecto, se lo planteó como un mecenazgo. Oiza tuvo total libertad para experimentar: el proyecto, de 1961, tardó cuatro años en construirse. "Huarte tuvo mucha paciencia", dice el hijo del arquitecto, "la obra fue una labor de investigación que nunca se cerraba". La tesis: poner en armonía al hombre con la naturaleza, crear un árbol en el que cada vecino, independientemente de la altura de su piso, viese flores. A Oiza le hacía ilusión pensar que las hormigas llegasen a la espectacular piscina redondeada de la azotea. Al principio de cada clase ("fue un gran maestro, muy generoso, que contaba todo lo que sabía", explica el hijo) repetía como una letanía la definición de casa de Camilo José Cela (vecino del inmueble): "Fruto del amor del hombre con la Tierra nace la casa, esa tierra ordenada en la que el hombre se guarece cuando la tierra tiembla -cuando pintan bastos- para seguir amándola".
La intención también era provocar. "Cuando hice Torres Blancas tuve ese único objetivo: molestar a la gente, agredir al paisaje, de tal manera que la gente levantara la cabeza y dijera: ¡caramba!, pero ¿tanto bien o tanto daño se puede hacer con la arquitectura?... ¡Sí, señor! ¡Estamos cansados de hacer paisajes grises, ambientes no molestos en los cuales a lo mejor no es penoso vivir, pero tampoco es gratificante!", dice el propio Oiza en el libro Escritos y conversaciones.
Desde la estructura (que no se sujeta en pilares sino en rotundos muros portantes que se clavan en el suelo como raíces) hasta los detalles (maravillosos los rodapiés, los pomos, los radiadores) el arquitecto no tuvo miedo a probar. Del restaurante (hoy oficinas) se podían bajar las viandas a cada piso a través de un portaplatos equipado con un interfono.
"Esto lo puedes tirar entero y ganas espacio", dice el agente inmobiliario. Hay al menos tres pisos en venta en la torre. Los pequeños (90 metros, aunque con tanta curva parecen menos) rozan el medio millón de euros; los grandes, de 200 metros, el millón. Para ganar espacio muchos vecinos han cerrado las terrazas, unos con el plan de cerramiento que previó Oiza, otros, a su aire.
El potente gesto de la torre lo aguanta; desde la calle hay que fijarse mucho para notar los desastres. "Con esos precios, el dueño tiene que ser un aficionado, como el que tiene un coche antiguo; salvo si te gastas mucho dinero, todo lo que hagas empeora el original", dice Sáenz. En los sesenta, muchos vecinos eran pilotos (por la cercanía a Barajas), hoy abundan los arquitectos. Y los artistas. Jim Jarmusch, enamorado de sus formas, coló al edificio en su último filme, y cuentan que John Malkovich tiene un piso en Torres Blancas. El hijo del arquitecto, ni lo niega ni lo confirma, pero una vez se lo encontró en el ascensor.
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